El cielu por asaltu

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domingo, marzo 19, 2006

Prólogo a "Octubre rojo en Asturias"


Prólogo a Octubre rojo en Asturias, de José Canel (José Díaz Fernández)


ANTECEDENTES POLÍTICOS


Lo primero que advierte el que sin pasión examine el Octubre español... mejor diríamos el Octubre asturiano, pues solo en Asturias tuvo lugar una verdadera sublevación armada, es la falta de ambiente. La sociedad española no estaba preparada para las consignas integrales de la revolución social y la dictadura del proletariado. No había una atmósfera social propicia; las defensas burguesas no estaban gastadas ni el Estado se descomponía. Fue un enorme error de los socialistas, que pasaban sin transición del colaboracionismo gubernamental a la revolución clasista.

Aunque muchas de las cosas que voy a decir en este prólogo están en la memoria de todos, no tengo mas remedio que repetirlas. Cuando el lector, al recordarlas, las coteje con los acontecimientos de Octubre, verá éstos de un modo mucho más diáfano, ya que los hechos históricos no nacen por generación espontánea: son consecuencia siempre de hechos anteriores.

Entre los antecedentes políticos de la sublevación el primero que hay que recordar es cómo sobrevino el cambio de régimen. Éste no fue fruto de una revolución triunfante. Existía, sí, una presión de la opinión pública contra la monarquía porque de la dictadura militar de Primo de Rivera se le culpaba preferentemente al rey. La masa conservadora y neutra, que había simpatizado al principio con la dictadura, por antipatía a los antiguos políticos, fue despegándose de la monarquía, que tampoco con aquel recurso extremo era capaz de resolver ninguno de los problemas nacionales. Por eso cuando, después de siete años de obligada abstención electoral, se consultó al país, éste eligió a los candidatos republicanos. Un ministro del rey dio cuenta del hecho en la siguiente frase: “Es un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano”. Mis lectores saben que al rey le preparó la fuga el Gobierno Provisional, donde figuraban tres socialistas, y que Don Alfonso salió de Cartagena como un monarca que se retira y no abdica. Dijo, al parecer, esto: “Sigo mi tradición”. La tradición de su abuela y su bisabuela que también emigraron a París empujadas por sus errores; pero no abdicaron. En el Gobierno Provisional predominaban, como se sabe, las izquierdas, y, sin embargo, los hombres más moderados, Alcalá Zamora, Lerroux, Maura, fueron los que dieron una tónica conservadora a la República naciente.

¿A qué se debió ésta preponderancia de las fuerzas moderadas, que hubo de mantenerse a lo largo de las diferentes situaciones republicanas? Sin duda alguna al origen pacífico de la República. Las clases conservadoras, que se habían distanciado de la monarquía, veían con buenos ojos que al frente del nuevo régimen estuviese un hombre de orden, terrateniente de Andalucía, parlamentario furibundo, que representaba ya entonces la contrarrevolución. Había en España en aquel momento un gran miedo al bolchevismo. Además, los republicanos llamados “históricos” estaban desacreditados. Eran en la política monárquica “la oposición de su majestad” y se les acusaba públicamente de convivir dócilmente con los políticos monárquicos, sin que les importase gran cosa el triunfo de la República.

¿Cómo se plegaron los socialistas y los republicanos de izquierda a esta influencia conservadora? No confiaban demasiado en la capacidad revolucionaria de las masas. Los socialistas, desde Pablo Iglesias, respondían a la táctica del socialismo reformista. El señor Largo Caballero, después líder la Revolución, durante la dictadura militar había incluso pertenecido, por orden del partido, a un alto organismo del Estado monárquico, representando a las fuerzas sindicales. Pero además ellos eran los primeros convencidos de la ineficacia del viejo republicanismo y preferían a los conversos Alcalá Zamora y Maura, por creerlos de mayor solvencia. La verdad es que éstos hacían continuamente protestas de su amor al proletariado, de la necesidad de grandes reformas sociales. Los republicanos de izquierda, por su parte, eran nuevos en la lucha política. Representaban grandes sectores de opinión, pero ésta apenas se articulaba en partidos inconexos, hechos a prisa, con una congestión de democracia que termina por dividirlos y atomizarlos.

Lo primero que se pensó fue en convocar Cortes Constituyentes. La preocupación primordial de los nuevos gobernantes, en vez de afrontar resueltamente los problemas del país, fue establecer la nueva legalidad, sin que hubiese solución de continuidad, sin que se trastocase lo más mínimo la vida del Estado.

Las Constituyentes se esforzaron para que esto no sucediese, pero al final fueron vencidas, no sin que ellas, ésta es la verdad, incurriesen en algunas graves flaquezas. Las elecciones para la Asamblea Constituyente dieron en ésta una gran mayoría a socialistas y republicanos de izquierda. El país hacía esfuerzos por romper la corteza tradicional y transformarse por medio de las nuevas instituciones; pero desde el primer día se vio que las grandes oligarquías históricas sobrevivían al destronamiento de Don Alfonso. El programa del laicismo del Estado desataba la ofensiva de la Iglesia. La reforma agraria, que venía a socializar las grandes fincas, mediante la correspondiente indemnización a sus propietarios, fue recortada de tal modo que resultó ineficaz, sin colmar el ansia de tierra de miles de campesinos sin trabajo, despertando en cambio la enemiga de los propietarios. Se hizo una Constitución de corte avanzado, pero se hizo sólo en el papel, porque las reformas carecían de realidad por falta de coraje en el gobierno republicano-socialista. El señor Azaña y el ministro de Justicia, señor Albornoz, fueron los únicos que se atrevieron a acometer las reformas del ejército, de la magistratura y de la Iglesia. Se disolvió a los jesuitas, pero éstos siguieron alojados en los hogares católicos. Se dispuso que la enseñanza fuese misión exclusiva del Estado, pero los colegios de las órdenes religiosas siguieron funcionando a través de testaferros. Se hizo, en fin, una Constitución de papel, según la frase de Lassalle. No era, en realidad, la primera. La Constitución de Cádiz en 1812, fruto del liberalismo de entonces, no llegó tampoco a cumplirse gracias al absolutismo de los Borbones, a la ineficacia de los liberales y a la incultura y versatilidad del pueblo. El señor Alcalá Zamora se declaró en las Cortes Constituyentes disconforme con la Constitución. A pesar de ello, la mayoría republicano-socialista lo eligió presidente de la República. Yo no; yo, que era diputado, no solo no le voté, sino que propuse a otro candidato, ante la indignación de algunos jefes de izquierda.

La derrota sufrida por los monárquicos en la sublevación de agosto de 1932, les hizo pensar que el régimen republicano era más sólido de lo que al principio se creía y que era preciso utilizar contra él otra táctica. Para eso financiaron la campaña del antimarxismo, que aunque parecía dirigida contra los socialistas trataba de anular también a los republicanos de izquierda. Al fin el señor Alcalá Zamora entregó el Poder al señor Lerroux, que gobernó unos días con una apariencia de Gobierno republicano, para dar paso a una situación híbrida que aceptó la disolución de las Constituyentes y la convocatoria de nuevas elecciones. Esto sucedía en noviembre de 1933, apenas transcurridos dos años y medio desde la proclamación de la República.

En estas elecciones, ya los republicanos históricos se unieron definitivamente a los monárquicos para acabar con la influencia de los elementos democráticos. Invirtieron grandes sumas de dinero, mientras las izquierdas carecían de él. Para agravar la situación de la izquierda los partidos que hasta entonces habían gobernado juntos empezaron a distanciarse y a dividirse, entretenidos en disputas bizantinas, mientras los conservadores se unían en compacto bloque. Fue entonces cuando los socialistas, que acababan de abandonar el Poder, cambiaron bruscamente de táctica para separarse de los republicanos de izquierda. Estaban, pues, todas las fuerzas tradicionales unidas, mientras las que habían elaborado la Constitución, esforzándose para darle una tónica moderna. Luchaban disgregadas. Sin fe, sin medios de propaganda, con una ley electoral hecha para favorecer las coaliciones de partidos. Triunfaron, claro es, los monárquicos, que aparecieron en las nuevas Cortes, en las que ahora funcionan integrando una mayoría que, dejando a un lado de momento el problema de la forma de Gobierno, se proponía acabar con todas las reformas llevadas a cabo por la mayoría republicano-socialista de la Asamblea Constituyente.

Así empezaron las concesiones a la fuerza triunfante hasta llegar al trámite concreto de admitir en el Poder a elementos que, como los del señor Gil Robles, tenían una significación monárquica. Este partido se ha negado reiteradamente a declararse republicano; sus componentes proceden de la dictadura de Primo de Rivera. Llegó el instante en el que el señor Alcalá Zamora admitió un Gobierno en que figuraban esas fuerzas. Las izquierdas se veían expulsadas del régimen que habían creado. Comprendían que estaban ya obstruidos los caminos legales y que solo la revolución podía salvarlas; pero sufrían esa indecisión tan democrática que dio paso al fascismo en otros países. Hubo, sin embargo, un hombre, Azaña, que proclamó la necesidad de una revolución nacional para restablecer la Constitución y el primitivo sentido del régimen. Pero ya los socialistas, sus aliados de ayer, se habían embarcado en la aventura de la revolución social a la manera rusa, sin contar, esta es la verdad, con ningún Lenin.

Ya he dicho que el socialismo tenía en España una tradición reformista. Sus personalidades más destacadas habían sido ministros del Gobierno de la República, colaborando francamente en una política moderada. Hasta tal punto, que en la cuestión religiosa sostuvieron puntos de vista más conservadores que algunos ministros republicanos de izquierda, por ejemplo, el señor Albornoz. Este quiso en cierta ocasión nacionalizar la industria de ferrocarriles y se encontró con la opinión contraria de los socialistas. Está claro que no tenía razón ninguna el antimarxismo de las fuerzas tradicionales, porque los socialistas no habían hecho marxismo desde el Poder. El antimarxismo de las dere­chas fue solo un pretexto para atraerse a su órbita a la República. Al dejar el Poder los socialistas se consideraron desahuciados del régimen y adoptaron, con la excepción del señor Besteiro, una posición re­volucionaria. La mutación no podía ser más brus­ca. Los socialistas habían reprimido con energía las reclamaciones impacientes de comunistas y anar­quistas. Con un intervalo de muy pocos meses, los socialistas, no solo rectificaban a fondo su táctica de siempre, sino que proclamaban la necesidad de la revolución social y trataban de improvisar el frente único proletario. Este frente único, en tales condiciones, era pura utopía. El proletariado espa­ñol, sobre todo en las regiones del Noroeste, Cen­tro y Mediodía, tiene una raíz anarquista y está afecto a la Confederación Nacional del Trabajo. En España, por su arraigado individualismo, el anarquismo tiene una gran tradición. No controlan, pues, las organizaciones socialistas a todo el elemento trabajador, sino que en Cataluña, Levante, Galicia, y Andalucía, el grueso del proletariado es de matiz anarcosindicalista. Los comunistas tam­bién poseen núcleos importantes en toda la Pen­ínsula.


LA REVOLUCIÓN SOCIALISTA


Las luchas internas del proletariado no son ya meras discrepancias, sino verdaderas luchas históricas. Par eso, cuando los socialistas se pronunciaron par la revolución social, los demás sectores obreros no les creyeron. Solo los comunistas muy con­dicionalmente, decidieron, a última hora, colaborar con ellos. Para sustituir al soviet ruso, los socialis­tas crearon las Alianzas obreras, donde, aparte de las fuerzas socialistas, solo figuraban grupos sueltos de trotskistas y otras fracciones del comunismo, que carecían en realidad de masas. La Confedera­ción General del Trabajo se negó a entrar en las Alianzas en todas las regiones, con excepción de Asturias, donde se hizo el frente único gracias al im­pulso revolucionario de la masa. Esto explica un poco el empuje que allí tuvo la sublevación armada. Los órganos revolucionarios carecían, pues, en mu­chas partes de fuerzas suficientes. Pero es que, ade­más, los obreros que los formaban, estaban educados en la escuela del reformismo socialista y carecían de preparación y de experiencia revolucionaria. Me­ses antes se les movilizaba en defensa del orden burgués y, apenas sin transición se les invitaba a que lo destruyeran. Esto hizo que la revolución tuviera un carácter de cosa improvisada que de antemano constituía su fracaso. Pero no fue esto lo más grave, con serlo tanto. Lo peor fue que desde el primer momento la sublevación estuvo descentralizada. En realidad cada región actuó por su cuenta, sin responder a una ele­mental unidad de acción. Mientras se sostenía la consigna de la revolución social, alejando así la simpatía y el apoyo de las izquierdas burguesas, se pretendía aprovechar las protestas violentas de las regiones autónomas, como Cataluña y las Vascon­gadas. En Cataluña no había un previo acuerdo re­volucionario entre los socialistas y el Gobierno de la Generalidad; pero los socialistas esperaban la rebe­lión de ésta para vencer allí por ese medio indirecto. Fue un rotundo fracaso. Las Alianzas obreras esta­ban sin armas y sin fuerzas y las que tenían no se utilizaron o se utilizaron con torpeza. Y el ejército se encargó de acabar, en unas horas, con lo que era pura ficción. Mientras tanto, los trabajadores in­dustriales de Cataluña, de significación sindicalis­ta, no sólo se desentendieron del movimiento, sino que ni siquiera declararon la huelga pacífica. En Vasconia, los sucesos fueron distintos, pero el resultado idéntico. Socialistas y comunistas, que preconizaban la revolución social y la dictadura del proletariado, se aliaron con los nacionalistas, que representaban allí la mas intransigente bur­guesía. Los unía únicamente el odio a una política que amenaza a las libertades regionales. Allí bastó un gobernador para reducir la sublevación. La verdad es que los elementos nacionalistas, al notar el carácter que tenía en el resto de España la revolución, depusieron las armas. Murieron heroicamente, en lucha desesperada, cientos de obreros socialistas y comunistas. Como en Madrid y en al­gún otro sitio. En Madrid la revolución fue la ac­ción aislada de jóvenes guerrilleros que disparaban desde los tejados contra la fuerza pública. Las mi­licias proletarias no actuaron, no se sabe por qué. Únicamente algunos grupos de jóvenes, armados de pistolas, se batieron en la puerta del Sol contra el Ejército. Aún pelearon con valentía singular por un abstracto ideal revolucionario. Sin jefes, sin ­dirección, con un arrojo inútil y primitivo.

Lo de Asturias ha sido otra cosa. Diez días des­pués de haberse extinguido los focos revoluciona­rios en el resto de España, aún combatían los obre­ros asturianos. Dos cuerpos de ejército tuvieron que atacarlos par distintos sitios, además de las fuer­zas que resistían el sitio de Oviedo. Para entrar en Asturias hubo que recurrir a las tropas coloniales de Marruecos, que iban en vanguardia y trataron a la capital como a una ciudad en guerra. Ya he dicho que allí es donde únicamente se hizo el frente obrero revolucionario. Esto, unido a lo abrupto del terreno, hizo que allí surgiese una verdadera revolución, deficientemente organizada, esta es la verdad. Faltó una dirección militar, qué en vez de estar encomendada a técnicos, estuvo a cargo de militantes socialistas de reconocida buena fe y de alto espíritu combativo, pero desconocedores en ab­soluto de la técnica de la guerra. Por ejemplo: los revolucionarios tenían cañones, pero no sabían utilizarlos y los proyectiles no estallaban; intentaron incluso cargarlos con dinamita. Descuidaron el problema de la aviación, que les destrozó y sembró el desaliento en las filas obreras; carecían, incluso, de comunicaciones entre si. No supieron elegir los puntos estratégicos.

Los obreros de Asturias demostraron una capa­cidad combativa extraordinaria. ¿Por qué fueron ellos solos, entre los de toda España, los que lu­charon con cierta cohesión y con auténtico arrojo revolucionario? Este es un tema de psicología pro­letaria muy interesante. El minero asturiano es un obrero que, reuniendo las características del traba­jador industrial, posee también el empuje primi­tivo del montañés. En las Casas del Pueblo está en contacto con las ideas revolucionarias, que llegan a través de la lucha de clases, pero no es de todos modos el obrero urbano que disfruta de algunas ventajas de la civilización; vive en las al­deas de la montaña, en los suburbios de la cuenca minera, y allí conserva al lado del odio al pode­roso, la fiereza del montañés. Ignora lo que es el peligro, porque vive en el fondo de la tierra, expuesto al grisú y manejando a diario la fuerza de­vastadora de la dinamita. Muchos de estos revo­lucionarios no combatieron con fusiles ni pistolas, armas para ellos demasiado livianas. Combatieron con cartuchos de dinamita. Se les vio en Oviedo, cruzada la cintura con dos o tres vueltas de mecha, encendiendo los cartuchos con el cigarro que fu­maban. Esto, unido a una gran disciplina sindical adquirida en los viejos Sindicatos, hizo que la re­belión adquiriese una magnitud única. En estos proletarios (muchos de ellos afectos al comunismo, que en los últimos tiempos adquirió allí gran preponderancia). El reformismo socialista no penetró nunca, a pesar de que externamente aparecían dis­frutando grandes ventajas sindicales: jornada de seis horas, retiro obrero, instituciones escolares y benéficas. Verdad es, también, que los dueños de las minas de Asturias no han sabido nunca hacerse amar de sus hombres, ni introducir en el trabajo mejoras de orden técnico.

Sin embargo, también en Asturias, donde se había hecho el frente único, se notó una depresión del entusiasmo anarco-sindicalista. En Gijón, donde domina esta tendencia, el movimiento no tuvo la importancia que en la cuenca minera y Oviedo, zonas francamente socialistas. El plan era apode­rarse de la capital y proclamar allí la dictadura del proletariado. Para esto miles de mineros cayeron sobre Oviedo y se apoderaron de la fábrica de ar­mas. La falta de dirección militar hizo que no pudieran vencer a una guarnición de apenas 2.000 hombres, refugiada en sus cuarteles. Además, enseguida se acentuaron las disensiones por las distintas tendencias que mantenían los miembros de los Comités. En diez días tres comités revolucionarios, cada uno de un matiz distinto.

No es cierto que los revolucionarios destruyesen la ciudad; algunos edificios fueron incendiados por la aviación y un teatro, posición de los mineros, destruido por las tropas del Gobierno. Tampoco son ciertas las escenas de crueldad por parte de los revolucionarios, que refirió cierta prensa. Algún caso aislado no abona semejante conducta. Los mineros fueron en general humanos y benévolos y respetaron a los prisioneros, muchos de ellos enemigos de clase. Lo ocurrido en Turón es la ex­cepción que confirma la regla. No puede, en cambio, decirse lo mismo de la represión. Después de vencidos y sometidos, los obreros han sido tratados como gente fuera de la ley. Por último, la verdad es que los catorce millones de pesetas que se “expropiaron” al Banco de España de Oviedo se ­han perdido. Las camionetas que llevaban el dinero fueron desvalijadas por aldeanos y por sus propios custodios.

La revolución ha fracasado porque carecía de clima social propicio; si hubieran intentado los socialistas un movimiento en defensa de la Constitución y la República habrían triunfado. Pero está visto que inmediatamente después de haber parti­cipado en gobiernos burgueses, no les era posible improvisar el espíritu revolucionario para una lu­cha a fondo como la que quisieron plantear.


LOS SAQUEADORES DE LA REVOLUCIÓN


Este relato está hecho sobre el manuscrito de un testigo de la revolución. No se cuenta en él mas que lo que el autor del documento ha visto por sus propios ojos. Por eso se omite algún episodio re­sonante, pues nada se quiere contar de memoria, y es preferible pasar por alto algún hecho antes de falsearlo.

La narración llega hasta el punto y hora en que los revolucionarios abandonan Oviedo. De lo que pasó después hablaran otras crónicas, no menos impresionantes, sin duda alguna. A la revolución de Asturias hay que juzgarla generosamente, con arreglo a un criterio histórico, sin ocultar sus erro­res ni añadirle crueldad. Y he sentido, como el que más, el dolor de ver correr la sangre por aquel país que es mío, que está unido a la intimidad de mi corazón, porque en él se han mezclado mis lu­chas y mis triunfos. Las calles devastadas de Oviedo, sus ruinas innumerables, sus árboles des­trozados y sus torres caídas, pesan sobre mi alma, porque, además, todo eso va unido a los recuerdos de mi primera juventud. Pero me duele tanto como eso la injusticia que pudo hacer posible la revolu­ción; me conmueve el heroísmo de esos mineros que, sin pensar si van a ser secundados , se lanzan a pelear por una idea que va dejando de ser una utopía, sin pensar si son bien o mal dirigidos, ofreciéndole a la revolución la vida, porque es lo único que tienen.

En cambio, frente a ellos, están sus calumniado­res, los mismos que en octubre, temblando de pánico, se disfrazaban y se escondían, para después surgir blandiendo la venganza y la delación. Esa burguesía indigna que pide penas de muerte y hace de ellas un programa político, no puede despertar en las clases populares otra casa que odio y repul­sión. Hemos visto a ciertos hombres de ciertos par­tidos aprovechar la revolución de octubre para apoderarse de los Ayuntamientos, de la Diputación, de los organismos que el voto popular en su día les había negado y reponer en él al más viejo, inmundo. y desacreditado caciquismo. Estos son los verda­deros saqueadores de la revolución. Los saquea­dores han llegado a extremos tales, que las propias autoridades de Oviedo, han tenido que oponerse a la consumación de ciertas venganzas y a la realización de ciertos negocios. Se quería. especular con el dinero concedido por el Estado para la re­construcción de Asturias, poner precio al dolor, comerciar con los escombros de la ciudad deshecha. Desde aquí y ante la España de mañana, lanzo mi desprecio a estos saqueadores de la revolución.

J. DÍAZ FERNÁNDEZ


Octubre rojo en Asturias, José Canel. Prólogo de José Díaz Fernández. Agencia General de Librería y Artes Gráficas. Madrid, 1935. [1ª edición]
Octubre rojo en Asturias, José Canel. Prólogo de José Díaz Fernández. Introducción de José Manuel López Abiada. Editor Silverio Cañada. Gijón, 1984. [2ª edición]


Digitalización: El cielu por asaltu.

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2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Si aún está compañero autor, ¿cómo podría conseguir este libro desde MadR.I.P.?

10:59 a. m.  
Blogger Mazhuku said...

Aquí, sin ir más lejos:

http://www.ojanguren.com/libro/15312/9788472862210/octubre-rojo-en-asturias/#.VCLT-fifGPs

4:24 p. m.  

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