Réplica a Juan Ambou
La Guerra en Asturias. Respondiendo a Juan Ambou
[Ramón Álvarez desmonta las afirmaciones hechas por el dirigente del PCE Juan Ambou en su libro sobre la guerra civil en Asturias, Cantabria y Euskadi]
Juan Ambou, miembro del Comité Provincial de Asturias, creado por las fuerzas antifascistas durante la guerra civil, en cuyo organismo desempeñó la delegación de guerra y fue más tarde, en el Consejo Interprovincial de Asturias y León, Consejero de Instrucción Pública, en representación del Partido Comunista. Ha publicado un libro titulado: “Los comunistas en la resistencia nacional republicana (La guerra en Asturias, el país Vasco y Santander)”. Ha sido ésta la segunda ocasión desaprovechada (la primera fue una entrevista concedida a “La Nueva España”, de Oviedo, e121 de mayo de 1978) para mostrarse prudente según conviene a la política nefasta de su partido en aquellos acontecimientos.
En más de una ocasión anuncié mi propósito de historiar la guerra civil en nuestra región y la tan traída y llevada revolución de octubre de 1934, porque son muy pocos los historiadores que conceden a nuestra región el espacio digno del esfuerzo consentido por los asturianos cada vez que la libertad estuvo en peligro, y casi ninguno registró la presencia de la C.N. T. y del movimiento libertario en las luchas desarrolladas en esta zona separada del mundo por los picachos que la rodean y la niebla espesa que la envuelve. Y lo más triste del espectáculo en ciertas tentativas proyectadas en esa línea reparadora es que, más que la restitución de la verdad arrinconada, se persigue el sensacionalismo comercial que abra triunfalmente las puertas que conducen al mundo conspicuo de las letras.
Cualquiera que haya leído la obra de Ambou encontrará justificada mi réplica, aunque sólo fuese para recoger el guante que me lanza el autor presentándome como «autor de libros anticomunistas». Desde la guerra civil a nuestros días ha corrido mucha agua río abajo, y ya nadie confunde comunismo con Estado totalitario, torturador, gobernando el triste universo concentracionario, en el que todo brote de oposición se paga con la muerte, la reclusión en centros de psiquiatría o con el agotamiento físico en el inmenso cementerio sin cruces de Siberia. Afortunadamente, el clamor que hoy se alza contra el despotismo, las aberraciones y los crímenes de los países falsamente llamados comunistas, se alimenta con los datos y testimonios acusatorios volcados al análisis y la polémica por Jesús Hernández, uno de los más fanáticos stalinistas de su tiempo; por el «Campesino», figura de leyenda fabricada por el aparato de propaganda del comunismo militante, y que acabó sufriendo en su propia carne las abominables torturas que, en otro tiempo y por mandato del Partido (según su propia confesión) aplicase a víctimas seleccionadas por el partido comunista, antes y durante la guerra civil.
La lista de los heréticos resulta interminable: Tagueña, Claudín, Semprún y tantos otros que han escrito diatribas y acusaciones de tal fuerza que constituyen sobrado arsenal de argumentos para combatir a los totalitarios, sea cual fuere la bandera con que se cubran y el territorio donde ejerzan su temible poder. Incluso Carrillo, en la nueva estrategia inventada para mejor embaucar, quiere presentarse como un enemigo de Moscú, aunque todavía no rehabilitó la memoria de su padre, al que llamó traidor por defender lo que él pretende representar actualmente.
Jacinto Toryho, que fue director de “Solidaridad obrera” de Barcelona durante la guerra civil, cuenta en su libro “No éramos tan malos” cómo organizó Stalin el traslado de Ovsenko, cónsul general de Rusia en Barcelona, desde la capital catalana a Moscú, donde fue asesinado, pagando «el crimen», según informes filtrados que llegaron hasta nosotros, de haber tenido contactos con anarquistas como Santillán y otros, dejándose influir por ellos. Otro síntoma que sirve de termómetro a la fiebre antiespañola de Stalin lo constituye el hecho de que, hasta donde llegó su brazo poderoso y vengador, fueron sistemáticamente liquidados los componentes de las brigadas internacionales ciudadanos de los países actualmente cautivos del Kremlim.
Fue tan notoria la monomanía staliniana contra el anarquismo español (culpable de muchas de sus noches sin sueño) que no se libró de su furia exterminadora Koltsov, enviado especial de la «Pravda», pese al escandaloso parcialismo con que informaba al pueblo ruso de las alternativas de la guerra y la política en España. Esos falseamientos que Ambou presenta como la obra veraz y objetiva de un gran escritor, no le salvaron del cadalso purificador levantado por Stalin para consumar una de las purgas contra la vieja guardia bolchevique. Dice Koltsov en su libro “Diario de la guerra de España”: «Los comunistas en la situación de guerra, se han situado en el primer plano (...) anarquistas aquí hay pocos; los republicanos de izquierda forman un partido pequeño burgués casi imperceptible en la vida política. Liquidados los dueños de las fábricas, la autoridad local se ha preocupado y a la vez socializado la industria pequeña, artesana y el pequeño comercio. Del gobierno regional forman parte dos socialistas, dos comunistas y cuatro republicanos. Las operaciones del asedio de Oviedo corren a cargo de los Comisarios de Guerra Gonzalez Peña, socialista y José Manso, comunista...». Para quienes ignoren los datos manejados en el libro, debemos especificar que, en el momento de la sublevación militar, los comunistas eran francamente minoritarios. Dice que los dueños fueron liquidados (la C.N.T. se limitó a desposeerlos) y añade que la autoridad socializó la industria, misión únicamente llevada a cabo por la C.N.T. a través de los Sindicatos, cosa que nos han reprochado ellos a menudo, deseosos como estaban de atraerse a los propietarios y engordar las filas del partido. Ignora voluntariamente nuestro Koltsov la presencia en el Consejo de cinco representantes libertarios, y no hace mención al Comisario de Guerra de la C.N.T. que por entonces debía ser Avelino G. Mallada o Avelino F. Roces. Cuando aparezca la versión libertaria del acontecimiento, quedarán al descubierto los atrevimientos de Ambou y de otros enemigos declarados y desarmados no pocos falsos amigos que, tras largas meditaciones en épocas de peligro, han pasado el rubicón y penetrado en la casona, sirviéndose de un estudiado radicalismo (de rigor en los tiempos que corren) para confundir y hacer olvidar que han llegado con la frente marchita, barba blanca, resultando penosamente corto el período de servicio activo, lo que determina prisas y empujones.
Entre las partidistas afirmaciones de Ambou que reclaman puntualización inaplazable, figura una que descubre la falta de honestidad de nuestro personaje. Dice, comentando la caída del cuartel de Zapadores, el 16 de agosto de 1936, que «la operación estuvo a cargo fundamentalmente de las milicias comunistas mandadas por el camarada Antonio Múñiz». Sin negar la valiente participación de las milicias armadas que rodeaban el cuartel, todos los que conocemos los pormenores de la lucha (yo llevaba con Entrialgo la secretaría militar del Comité de Guerra de Gijón) sabemos que el cerebro de esa y de otras muchas operaciones era el comandante Gállego, que requirió al grupo de Higinio Carrocera para el ataque frontal. Por fortuna aún viven los dos integrantes de ese grupo que fueron los primeros en poner pie en el recinto interior de la fortaleza militar. Con malévola intención pone en tela de juicio el valor de Higinio Carrocera, militante libertario apreciado de todos los combatientes y autoridades militares a lo largo de la lucha. Según nos dice Ambou en la página 27 de su libro: «La columna enemiga retrocedía. Se dio la orden al grupo de Carrocera para que le cerrara el paso por el desfiladero de Ablanedo; pero por lo que fuera, la orden no se cumplió... Estábamos todavía empezando... Si se hubiera cumplido hubiéramos realizado el primer copo de la guerra». Claro que el propio Ambou, obligado por la realidad histórica, impermeable a las manipulaciones sectarias, ha de restablecer la silueta heroica del guerrillero asturiano, cuando al referirse a la lucha del Mazuco escribe lo siguiente en la página 177: «Existe el firme convencimiento de que se está haciendo lo imposible para evitar la derrota... Consecuentemente, el gobierno condecora a la brigada de Carrocera con la medalla del valor».
Lo más increíble de cuanto escapa actualmente a la verificación personal, es la noticia que nos da Ambou, por primera vez, aprovechando que el comandante Gállego, fusilado por el enemigo, ya no puede desmentirle, de haber sido propuesto por éste (con una sorpresa de su parte que comprendemos muy bien) para sustituirle en el mando de las fuerzas que combatían en el frente occidental. Lamento en el alma que este hombre ejemplar, al que debemos un homenaje póstumo por su competencia militar y espíritu de entrega, no se encuentre entre nosotros para desmentir a Juan Ambou y confirmar lo que me confiase la última noche que pasó en Gijón, al ser destinado a Santander. Nos encontramos en el muro de la playa donde nos habíamos dado cita y fuimos a cenar juntos. Allí reafirmó Gállego lo que tantas veces habíamos comentado: «que era víctima de sus simpatías por la C.N.T. y sus milicianos... ». De todo esto hay unas frases reveladoras en la página 29 del libro de Juan Ambou: «Se decía (refiriéndose a Gállego) que pertenecía a la C.N.T. Francamente no lo sabía». Y luego, la insinuación capciosa, obra del subconsciente atormentado: «Además, en aquellos tiempos un carnet no era difícil de conseguir. Y a veces el carnet no identificaba, sino que encubría y confundía. Esto fue muy corriente durante nuestra guerra en muchos lugares de España». Al final de la misma página la revelación inesperada que todo lo explicaba: «Así y todo hubo alguien en la dirección de nuestro partido que desconfiaba del comandante Gállego». Luego pierde Ambou la pista de Gállego, limitándose a decir que cayó prisionero en la capital montañesa y fusilado más tarde. Nosotros, en cambio, sabemos cómo y dónde cayó, cuando intentaba ganar nuestras trincheras. De Santander, condenado a muerte, se le trasladó a la prisión de Larrinaga, en Bilbao, y desde su celda de condenado a la pena capital, con la complicidad de elementos vascos pudo hacer llegar un mensaje escrito a Segundo Blanco, entonces ministro del gobierno Negrín. Decía más o menos (cito de memoria) que gentes de buena fe trataban de persuadirle que estaba en aquella cárcel para ser canjeado, pero que no tenía ninguna confianza ni prestaba el menor crédito a la «palabra de honor» de los sublevados. Terminaba diciendo que esperaba de los bravos de la C.N.T. y la F.A.I. se opusieran a todo intento de negociación con el enemigo, pues era preferible morir aplastados por los tanques. Es curioso que no hubiese pensado en el hombre a quien confiase el mando provisional en el frente occidental de Asturias (?) ni en nadie del Partido Comunista para transmitir su último mensaje, haciéndolo llegar precisamente a un destacado militante de la C.N.T., a la que fueron siempre sus simpatías. Y conste que Gállego no solicitó nunca el ingreso en la C.N.T., ni los libertarios incurrimos en falsedad histórica por servir nuestros fines. Nuestra escuela condena la máxima común a jesuitas y totalitarios: «el fin justifica los medios». Antes de pasar a otro capítulo o tema, queremos estampar aquí lo que nos escribe Onofre García Tirador, comandante de un batallón confederal y más tarde Consejero de Trabajo, conmigo, de la F.A.I.: «Con relación a ese nombramiento (el de Ambou como jefe del frente occidental) debo decir que no me liga al mismo ningún conocimiento. Nunca le vi en los frentes acompañado de Gállego, que era buen amigo mío. En ninguna de mis intervenciones, en la resistencia asturiana, estuve ligado a Ambou y, por decir más, nunca le he conocido hasta que fui nombrado para formar parte del Consejo de Asturias estando yo en el frente occidental precisamente».
Desconsuela e irrita comprobar que empieza a desempolvarse la historia cuando han desaparecido muchos protagonistas, cuyos nombres y actitudes se manejan con la mayor desaprensión. Por mucho que Ambou se esfuerce en cargar a Amador Fernández la responsabilidad de que nuestras unidades militares fuesen siempre desfavorecidas en la distribución de armas y otros pertrechos de guerra, conociendo a los personajes afirmo categóricamente que durante la guerra civil Ambou siempre creó obstáculos a las fuerzas libertarias, como lo revelan las constantes denuncias que recibíamos de todos los batallones confederales, con los que estuve en permanente contacto, primero desde la Secretaría de movilización militar del Comité de Guerra de Gijón y posteriormente desde la comandancia de milicias confederales.
No hemos dejado de denunciar la cobardía de las democracias que toleraron el sacrificio sangriento de España, pensando que salvarían la paz si no el honor, aunque como pronosticó Churchill en proféticas palabras: «perderían el honor y tendrían la guerra». Negaron a la República el derecho (reconocido por los tratados internacionales) a procurarse armas para defender la legitimidad sancionada por el sufragio universal, cerrando los ojos ante la descarada ayuda que los países del Eje suministraban a los fascistas españoles.
Semejante situación de desventaja nos impuso servidumbres de todo carácter (dejando a salvo el honor y la hombría) para atenuar nuestro evidente y peligroso desequilibrio, y los comunistas aprovecharon la cegadora realidad para someternos a su vergonzoso chantaje, que se prolongó más allá de la derrota militar. Por eso nos subleva que Ambou compare la solidaridad generosa prestada por México durante la guerra civil con los “envíos pagados” que nos hizo Rusia.
México, después de enviarnos material de guerra y apoyar diplomáticamente la causa de la República, cuando la suerte de las armas se inclinó del lado franquista, obligándonos a la expatriación, abrió de par en par sus puertas para acoger a miles y miles de refugiados españoles, incluso cuando tuvo que afrontar las iras de los alemanes que invadieron Europa. Y hasta que no volvió a España un régimen democrático, la única representación diplomática española en México era ostentada por la República en el exilio.
Rusia, la famosa patria del proletariado, sólo entreabrió las suyas para determinados gerifaltes comunistas. Amador Fernández (por algo los comunistas lo combaten incluso después de muerto) estaba escandalizado del comportamiento ruso que aprovechaba, en su exclusivo beneficio, la situación de inferioridad en que se movía el pueblo español. Cuando Amador fue nombrado intendente general del Gobierno, pudo constatar que los rusos nos imponían cláusulas leoninas de las que brindamos un ejemplo: cuando un barco de lentejas (de la peor calidad) salía con dirección a España, teníamos que depositar, en una determinada entidad bancaria de París, el valor de la mercancía en divisas. El pago se hacía en cuanto el buque abandonaba el puerto ruso. Por el contrario, un cargamento de productos textiles, salidos de Cataluña, no nos era acreditado su valor mientras el buque no tocase puerto ruso. Con esa fórmula todos los riesgos marítimos, que eran inmensos por la estrecha vigilancia de la marina enemiga, corrían a cargo de España, tanto a la ida como al regreso. Finalizada la guerra y reconstituido el gobierno republicano, cada vez que reclamaba la devolución de las 500 toneladas de oro que constituían las reservas del Banco de España y que por medida precautoria se habían trasladado a Moscú, la respuesta era invariablemente la misma: esa fabulosa fortuna resultaba, en la estimación de las autoridades rusas, insuficiente para cancelar la deuda contraída por el material de guerra recibido, con lo cual lo de la solidaridad queda reducido a una vergonzosa transacción. Otro aspecto importante de la pretendida ayuda rusa a la causa española antifranquista, queda desmentida por su nefasta actitud diplomática de no reconocer la legitimidad del gobierno republicano exiliado, pese a la hipócrita campaña del comunismo internacional en favor de tal reconocimiento.
Llegado el relato de Ambou a la primera ofensiva contra Oviedo se complace, para no faltar a la costumbre, en descargar culpas y responsabilidades sobre los demás, que habían convertido en consigna el “¡Oviedo por encima de todo!”. Si fuésemos igual de ligeros al analizar el desarrollo de aquella emocionante operación que llevó el alborozo a todos los combatientes, podíamos hacer una aproximación acusatoria entre la postura intransigente de los comunistas, aconsejados por los militares rusos y la orden de retirada para batallones nuestros que avanzaban por la calle Uría. Medida que sublevó a los milicianos, según me contaba muy recientemente uno de ellos, perteneciente al batallón de Onofre, residente ahora en Villaviciosa. Leamos a Onofre: «Entendía que Oviedo era el imán de atracción de las fuerzas de maniobra del enemigo y que, liberada la capital, el ejército «nacionalista» iba a considerar demasiado costosa, en vidas y equipo, la lucha de montaña, optando por una batalla de trincheras sin grandes efectivos, más vulnerable a nuestros ataques por mejores conocedores del terreno. Iniciado el ataque a Oviedo entramos en acción por la parte denominada de las Cruces y, sin un tiro, sin ninguna resistencia nos encontramos en la Plaza del Ayuntamiento. Empezábamos a hacer planes para evitar desbordamientos, convencidos de que todo iba a ceder a nuestro avance, estudiando la forma de aprovisionarnos ajustándolo todo al orden que recomendaba el momento emocional. (...) Recibí una orden imponiéndome la salida de Oviedo, so pena de atenerme a muy complicadas consecuencias. La orden procedía del Estado Mayor (dominado por los comunistas). Y los ejércitos que ponían cerco a Oviedo estaban advertidos para entorpecer mis propósitos...». En prueba de buena fe y de que no invento el argumento para apoyar la tesis de esta denuncia, copiaré lo que el propio Ambou escribe en la página 51 de su obra: «La ruptura del cerco de Oviedo tuvo entre nosotros repercusiones políticas. Hubo intento de inculparme como responsable del Departamento de Guerra de lo ocurrido y hasta se habló de sustituirme ¡Cómo! si había sido yo, en nombre del Partido, el que me había opuesto en el seno del Consejo a que se realizara la ofensiva sobre Oviedo».
Para valorar con justeza la política sectaria del Partido Comunista se encuentran datos importantes incluso manejando sus propios documentos y fuentes. Al referir Ambou una entrevista con Aguirre, presidente del Gobierno Vasco, puede leerse la respuesta de este hombre a los eslogans de unidad que caracterizaban la propaganda comunista: «¿Pero, tras eso de la unificación no se esconden, como ocurre aquí, otros móviles políticos de captación de voluntades para determinado partido?». La crisis del Consejo de Asturias que costó el cargo a Ambou en el Departamento de Guerra se produjo y se resolvió conforme a los justificados deseos del movimiento libertario que disponía de pruebas incontestables sobre la campaña de proselitismo llevada a cabo en las filas del ejército. El Estado Mayor de la Junta de Defensa del Norte y más tarde el Estado Mayor del Ejército de Asturias, estaban prácticamente en manos de los comunistas, explotando nuestro antimilitarismo de los primeros días y el chantaje de la ayuda soviética, cuyos resortes utilizaban para obtener la adhesión de los mandos, manejando la sonrisa y la amenaza, llegando con frecuencia a los hechos, como revela la historia de la guerra civil en toda España. Claro que, en Asturias, como confiesa el autor del libro que comentamos, los «demás partidos del Frente Popular se pusieron de acuerdo proclamando: "Hay que cerrar el paso a los comunistas y aislarlos."» Si en toda España se hubiese aplicado el remedio, probablemente hubiera cambiado el rumbo de la contienda. Un ejemplo entre mil lo constituye lo sucedido en los frentes de Aragón, donde se paralizaron las columnas de la C.N.T., negándoles armas para proseguir el avance hacia Zaragoza, arrasando sus ejemplares colectividades con el concurso de los bárbaros de Líster, que ahora intenta pasarse de listo.
Explotando la inclinación al olvido del común de las gentes, asegura que octubre de 1934 fue el primer aldabonazo que penetró profundamente en la conciencia de los trabajadores. Si tuvieran los comunistas un átomo siquiera de pudor y la más pequeña idea del ridículo, hablarían poco de aquel proceso de unidad iniciado y consagrado por la C.N.T. y la U.G.T. pese a las insidiosas campañas de su partido, calificándonos de anarcotraidores y socialfascistas desde las columnas de la prensa burguesa. Aunque intenta atenuar la hondura de los lazos de sincera solidaridad nacidos del episodio revolucionario entre libertarios y socialistas (ellos tomaron en marcha el tren de la Alianza Obrera), no le queda otra alternativa que la de confesar: «en casi todo lo que restó de guerra en el Norte hubo una mayor aproximación entre anarquistas y socialistas contra el Partido Comunista. La constitución del Consejo Soberano, del que hablaremos más tarde, es testimonio excepcional de lo que acabamos de decir».
Al hablar de los anarquistas, el odio y los nervios le pierden, sean asturianos, catalanes o aragoneses. Así, la provocación arteramente montada por el partido comunista en el mes de mayo de 1937, con la vana pretensión de liquidar la presencia abrumadora y molesta de la C.N.T. en Cataluña, intenta presentarla, de acuerdo con la versión dada en su día por los servicios stalinistas, como un putsch protagonizado por anarquistas y troskistas del POUM. Ni se recata para escribir que el Consejo de Aragón, integrado por libertarios, ayudaba objetivamente al fascismo, pintándolo como un «Estado anarquista, dictadura de la F.A.I. con todos los métodos estatales y políticos del más feroz Estado burgués: ministros, militares, cárceles propias, campos de concentración, trabajo forzado...».
Recuerdo ahora un artículo de Juan Peiró donde escribía: «...Fulano de tal se ha mirado al espejo, ha contemplado toda su fealdad moral y ha confundido su imagen con la mía...». Así le sucede a nuestro «escrupuloso» historiador, olvidándose de traer al relato la etiqueta o representación con que se cubrían los «camaradas» soviéticos que ejercían funciones policiales en España (cual si estuviesen en territorio conquistado) dirigiendo equipos especiales como el que hizo desaparecer a Andrés Nin después de deshonrarle. También pasó por alto la serie de actos reprobables realizados en Asturias durante la guerra civil por un grupo («incontrolado» para usar el término tan caro a los comunistas) capitaneado por un zapatero llamado Benito, afiliado al Partido Comunista. Detenido él y los demás miembros del equipo, tras una de sus múltiples fechorías, pasaron a la cárcel del Coto en espera de responder judicialmente de sus actos de piratería. El Partido Comunista, después de servirse de ellos, los abandonó, según confesión de la mujer de Benito en visita al Comité Regional para que una representación nuestra se trasladase a la cárcel a fin de recoger informes y revelaciones. Y así pudimos saber que los sembradores del terror cada vez que operaban se ponían al cuello pañuelo rojo y negro, lo que permitía cargar la responsabilidad a jóvenes de la C.N.T. o de las Juventudes Libertarias.
Pudo igualmente dedicar un espacio al tema diplomático y argumentar sobre las motivaciones de alta política que aconsejaron a Rusia la reanudación de relaciones con la Alemania nazi, precisamente en enero de 1939, haciendo coincidir la llegada a Berlín del embajador ruso con el día de la caída de Barcelona en manos del ejército franquista, adelantándose en el gesto de amistad a todas las democracias; o las razones que determinaron la firma del indignarte pacto de no agresión entre Rusia y Alemania, causa principal de que Hitler se lanzase a la aventura de la guerra más espantosa que registra la historia de la humanidad, con su cortejo de dantescos campos de exterminio, en los que murieron miles de españoles antifranquistas. Sí, conocemos la estereotipada respuesta: la enorme contribución en vidas humanas del pueblo ruso y su heroica participación en la derrota final del fascismo. No lo negamos, pero tampoco debe quedar en el tintero el increíble acontecimiento (increíble y vejatorio) de una Rusia asistiendo pasivamente a las matanzas nazis y a sus éxitos militares (colaborando a veces, como en el despedazamiento de la sufrida Polonia) sin que se produjese la menor reacción hasta que las divisiones nazis tomaron la iniciativa de invadir los territorios rusos.
Cuando la C.N.T. denunciaba la manifiesta incapacidad de la Junta de Defensa del Norte, de la que se excluyó toda delegación libertaria con el falaz pretexto de que no teníamos representación parlamentaria, siendo más que importante y sobradamente conocida nuestra presencia en los frentes, llega a decir, a modo de justificación, que ya nos habían permitido entrar en las Alianzas Obreras y en el Consejo Provincial. En cambio toda esta gente, tan perspicaz, no descubrió en el Estado Mayor a un agente del enemigo, Angel Lamas Arroyo, que detalla sus traiciones desde las páginas de su libro, titulado: “Unos... y otros...”. Mientras el fascista incrustado en la Junta de Defensa del Norte entorpecía los planes militares de nuestras unidades y establecía contactos con el enemigo para informarle de todos los movimientos de tropa, sin alertar el instinto comunista, Ambou y los suyos perseguían sañudamente al coronel de la fábrica de cañones de Trubia denunciándole como fascista, sólo porque resistió a las presiones del Partido Comunista para que aceptase el carnet que había de convertirle en marioneta, como lo fueron la mayoría de los militares de carrera que, por interés de un codiciado ascenso o por simple cobardía, engrosaron la brigada de los «camaradas» de nuevo cuño. Angel Lamas Arroyo aprovechó la caída de Santander para unirse al ejército franquista. El coronel de Trubia fue fusilado cuando Gijón cayó en manos del enemigo.
La parte más escandalosa del libro está contenida en el capítulo XIII que trata sobre el «Consejo Soberano de Gobierno», a lo largo del cual, falseando la historia y los hechos, trata de hacer creer al ingenuo lector que el Consejo (impuesto en realidad por el apremio de unas gravísimas circunstancias que no permitían seguir supeditados a órdenes de Valencia, donde residía el Gobierno de la República), se constituyó para organizar la huida.
Para mejor confundir a Juan Ambou, autor de este libro que viene a justificar plenamente las razones de los libertarios para desconfiar de su honestidad, hemos recurrido a dos de los pocos consejeros aún en vida, para que su testimonio descubra el desenfreno de los «héroes» de pacotilla en el momento de la prueba que buscan en la confusión el jordán que lave sus culpas.
Onofre García Tirador, comandante de un batallón de la C.N.T. y posteriormente Consejero de Trabajo, declara: «Donde Ambou da a entender que Amador Fernández intentó negociar con el enemigo (con el conocimiento de todos los integrantes del Consejo y al margen de los comunistas) representa el mayor disparate que se le pudo ocurrir. Es una duda sólo dable en quienes ignoran el sentido de la solidaridad, en quienes carecen de leal comunicación y ciegos y falaces que no alcanzan a valorar los sentimientos nacionales ni las fuentes internacionales de donde procede».
José Maldonado, Consejero de Obras Públicas, y último presidente de la República española en el exilio, nos escribe: «Es insidioso decir que la constitución del Consejo Soberano se hizo con fines bastardos. La pérdida de Bilbao primero y el desplome de Santander después, nos obligaron a adoptar una decisión para reforzar nuestra autoridad ante los que huían de esas provincias. Y me parece sencillamente una calumnia decir que quisimos pactar la huida con nuestros enemigos en la guerra». «Es posible (según afirma) que no hubiese unanimidad en Izquierda Republicana de Asturias para aprobar la creación del Consejo Soberano, porque la unanimidad no es norma entre nosotros (¡bonita lección de Maldonado a los totalitarios!) pero sí estoy seguro de que hubo abrumadora mayoría. Y esta afirmación no desvirtúa el testimonio de mis correligionarios con representación parlamentaria en sus informes al Sr. Azaña... puesto que estos compañeros hacía tiempo que no estaban en Asturias, sino en Valencia».
Después de los testimonios registrados no sorprenderá que denuncie como embuste el siguiente párrafo de su libro: «Lo mismo ocurría en las cimas de la F.A.I. y de la C.N.T. Que Avelino G. Mallada era partidario de una rápida evacuación era «vox populi». Y así su cuñado, Ramón Fernández Posada, consejero en representación de las Juventudes Libertarias, que en un rasgo de franqueza había de confesármelo años más tarde». Sin duda Avelino, como todos nosotros, tenía conciencia clara del peligro que corría Asturias y no descartaba la eventualidad de la evacuación, pero llegada la hora y después de luchar para hacerla innecesaria. No como hicieron los comunistas, muy partidarios de la resistencia, pero que no esperaron por nadie para tomar las de Villadiego.
Ambou lleva su cinismo a la articulación de un plan de paz, seguramente inventado por el Partido Comunista para salvarse de la condena pública. Calla, en cambio, que la respuesta comunista a la creación del Consejo Soberano consistía en el clásico golpe de estado, apoyándose en la presencia de Galán y en la complicidad activa del Estado Mayor enfeudado al P.C. En la página 162 del libro tenemos la clave: «...hubo un momento en que se pusieron en estado de alerta algunas unidades con mandos comunistas que estaban reorganizándose en la retaguardia. Y a buen seguro que la J.S.U. tomaría también sus medidas». Nunca hemos pensado que Rafael Fernández, actual senador socialista por Asturias, estuviese en la conjura. Nadie mejor que él para despejar la incógnita formulada por Ambou y para decirnos lo que sepa de la entrega de Asturias, por parte de Amador Fernández, hombre de carácter, ya muerto y que no puede defenderse de las odiosas imputaciones. «Informados nosotros puntualmente de los propósitos y medidas tomadas por los comunistas para imponer su dominación (por eso nos ataca), colocamos en puntos estratégicos de la ciudad equipos seleccionados de compañeros dispuestos a hacer fracasar la conspiración».
Ponemos punto final con las mismas palabras que dedicamos a Juan Antonio Cabezas en una réplica a su libro sobre la guerra en Asturias: «Sepa, pues (...) que aún no lo hemos dicho todo...».
Juan Ambou, miembro del Comité Provincial de Asturias, creado por las fuerzas antifascistas durante la guerra civil, en cuyo organismo desempeñó la delegación de guerra y fue más tarde, en el Consejo Interprovincial de Asturias y León, Consejero de Instrucción Pública, en representación del Partido Comunista. Ha publicado un libro titulado: “Los comunistas en la resistencia nacional republicana (La guerra en Asturias, el país Vasco y Santander)”. Ha sido ésta la segunda ocasión desaprovechada (la primera fue una entrevista concedida a “La Nueva España”, de Oviedo, e121 de mayo de 1978) para mostrarse prudente según conviene a la política nefasta de su partido en aquellos acontecimientos.
En más de una ocasión anuncié mi propósito de historiar la guerra civil en nuestra región y la tan traída y llevada revolución de octubre de 1934, porque son muy pocos los historiadores que conceden a nuestra región el espacio digno del esfuerzo consentido por los asturianos cada vez que la libertad estuvo en peligro, y casi ninguno registró la presencia de la C.N. T. y del movimiento libertario en las luchas desarrolladas en esta zona separada del mundo por los picachos que la rodean y la niebla espesa que la envuelve. Y lo más triste del espectáculo en ciertas tentativas proyectadas en esa línea reparadora es que, más que la restitución de la verdad arrinconada, se persigue el sensacionalismo comercial que abra triunfalmente las puertas que conducen al mundo conspicuo de las letras.
Cualquiera que haya leído la obra de Ambou encontrará justificada mi réplica, aunque sólo fuese para recoger el guante que me lanza el autor presentándome como «autor de libros anticomunistas». Desde la guerra civil a nuestros días ha corrido mucha agua río abajo, y ya nadie confunde comunismo con Estado totalitario, torturador, gobernando el triste universo concentracionario, en el que todo brote de oposición se paga con la muerte, la reclusión en centros de psiquiatría o con el agotamiento físico en el inmenso cementerio sin cruces de Siberia. Afortunadamente, el clamor que hoy se alza contra el despotismo, las aberraciones y los crímenes de los países falsamente llamados comunistas, se alimenta con los datos y testimonios acusatorios volcados al análisis y la polémica por Jesús Hernández, uno de los más fanáticos stalinistas de su tiempo; por el «Campesino», figura de leyenda fabricada por el aparato de propaganda del comunismo militante, y que acabó sufriendo en su propia carne las abominables torturas que, en otro tiempo y por mandato del Partido (según su propia confesión) aplicase a víctimas seleccionadas por el partido comunista, antes y durante la guerra civil.
La lista de los heréticos resulta interminable: Tagueña, Claudín, Semprún y tantos otros que han escrito diatribas y acusaciones de tal fuerza que constituyen sobrado arsenal de argumentos para combatir a los totalitarios, sea cual fuere la bandera con que se cubran y el territorio donde ejerzan su temible poder. Incluso Carrillo, en la nueva estrategia inventada para mejor embaucar, quiere presentarse como un enemigo de Moscú, aunque todavía no rehabilitó la memoria de su padre, al que llamó traidor por defender lo que él pretende representar actualmente.
Jacinto Toryho, que fue director de “Solidaridad obrera” de Barcelona durante la guerra civil, cuenta en su libro “No éramos tan malos” cómo organizó Stalin el traslado de Ovsenko, cónsul general de Rusia en Barcelona, desde la capital catalana a Moscú, donde fue asesinado, pagando «el crimen», según informes filtrados que llegaron hasta nosotros, de haber tenido contactos con anarquistas como Santillán y otros, dejándose influir por ellos. Otro síntoma que sirve de termómetro a la fiebre antiespañola de Stalin lo constituye el hecho de que, hasta donde llegó su brazo poderoso y vengador, fueron sistemáticamente liquidados los componentes de las brigadas internacionales ciudadanos de los países actualmente cautivos del Kremlim.
Fue tan notoria la monomanía staliniana contra el anarquismo español (culpable de muchas de sus noches sin sueño) que no se libró de su furia exterminadora Koltsov, enviado especial de la «Pravda», pese al escandaloso parcialismo con que informaba al pueblo ruso de las alternativas de la guerra y la política en España. Esos falseamientos que Ambou presenta como la obra veraz y objetiva de un gran escritor, no le salvaron del cadalso purificador levantado por Stalin para consumar una de las purgas contra la vieja guardia bolchevique. Dice Koltsov en su libro “Diario de la guerra de España”: «Los comunistas en la situación de guerra, se han situado en el primer plano (...) anarquistas aquí hay pocos; los republicanos de izquierda forman un partido pequeño burgués casi imperceptible en la vida política. Liquidados los dueños de las fábricas, la autoridad local se ha preocupado y a la vez socializado la industria pequeña, artesana y el pequeño comercio. Del gobierno regional forman parte dos socialistas, dos comunistas y cuatro republicanos. Las operaciones del asedio de Oviedo corren a cargo de los Comisarios de Guerra Gonzalez Peña, socialista y José Manso, comunista...». Para quienes ignoren los datos manejados en el libro, debemos especificar que, en el momento de la sublevación militar, los comunistas eran francamente minoritarios. Dice que los dueños fueron liquidados (la C.N.T. se limitó a desposeerlos) y añade que la autoridad socializó la industria, misión únicamente llevada a cabo por la C.N.T. a través de los Sindicatos, cosa que nos han reprochado ellos a menudo, deseosos como estaban de atraerse a los propietarios y engordar las filas del partido. Ignora voluntariamente nuestro Koltsov la presencia en el Consejo de cinco representantes libertarios, y no hace mención al Comisario de Guerra de la C.N.T. que por entonces debía ser Avelino G. Mallada o Avelino F. Roces. Cuando aparezca la versión libertaria del acontecimiento, quedarán al descubierto los atrevimientos de Ambou y de otros enemigos declarados y desarmados no pocos falsos amigos que, tras largas meditaciones en épocas de peligro, han pasado el rubicón y penetrado en la casona, sirviéndose de un estudiado radicalismo (de rigor en los tiempos que corren) para confundir y hacer olvidar que han llegado con la frente marchita, barba blanca, resultando penosamente corto el período de servicio activo, lo que determina prisas y empujones.
Entre las partidistas afirmaciones de Ambou que reclaman puntualización inaplazable, figura una que descubre la falta de honestidad de nuestro personaje. Dice, comentando la caída del cuartel de Zapadores, el 16 de agosto de 1936, que «la operación estuvo a cargo fundamentalmente de las milicias comunistas mandadas por el camarada Antonio Múñiz». Sin negar la valiente participación de las milicias armadas que rodeaban el cuartel, todos los que conocemos los pormenores de la lucha (yo llevaba con Entrialgo la secretaría militar del Comité de Guerra de Gijón) sabemos que el cerebro de esa y de otras muchas operaciones era el comandante Gállego, que requirió al grupo de Higinio Carrocera para el ataque frontal. Por fortuna aún viven los dos integrantes de ese grupo que fueron los primeros en poner pie en el recinto interior de la fortaleza militar. Con malévola intención pone en tela de juicio el valor de Higinio Carrocera, militante libertario apreciado de todos los combatientes y autoridades militares a lo largo de la lucha. Según nos dice Ambou en la página 27 de su libro: «La columna enemiga retrocedía. Se dio la orden al grupo de Carrocera para que le cerrara el paso por el desfiladero de Ablanedo; pero por lo que fuera, la orden no se cumplió... Estábamos todavía empezando... Si se hubiera cumplido hubiéramos realizado el primer copo de la guerra». Claro que el propio Ambou, obligado por la realidad histórica, impermeable a las manipulaciones sectarias, ha de restablecer la silueta heroica del guerrillero asturiano, cuando al referirse a la lucha del Mazuco escribe lo siguiente en la página 177: «Existe el firme convencimiento de que se está haciendo lo imposible para evitar la derrota... Consecuentemente, el gobierno condecora a la brigada de Carrocera con la medalla del valor».
Lo más increíble de cuanto escapa actualmente a la verificación personal, es la noticia que nos da Ambou, por primera vez, aprovechando que el comandante Gállego, fusilado por el enemigo, ya no puede desmentirle, de haber sido propuesto por éste (con una sorpresa de su parte que comprendemos muy bien) para sustituirle en el mando de las fuerzas que combatían en el frente occidental. Lamento en el alma que este hombre ejemplar, al que debemos un homenaje póstumo por su competencia militar y espíritu de entrega, no se encuentre entre nosotros para desmentir a Juan Ambou y confirmar lo que me confiase la última noche que pasó en Gijón, al ser destinado a Santander. Nos encontramos en el muro de la playa donde nos habíamos dado cita y fuimos a cenar juntos. Allí reafirmó Gállego lo que tantas veces habíamos comentado: «que era víctima de sus simpatías por la C.N.T. y sus milicianos... ». De todo esto hay unas frases reveladoras en la página 29 del libro de Juan Ambou: «Se decía (refiriéndose a Gállego) que pertenecía a la C.N.T. Francamente no lo sabía». Y luego, la insinuación capciosa, obra del subconsciente atormentado: «Además, en aquellos tiempos un carnet no era difícil de conseguir. Y a veces el carnet no identificaba, sino que encubría y confundía. Esto fue muy corriente durante nuestra guerra en muchos lugares de España». Al final de la misma página la revelación inesperada que todo lo explicaba: «Así y todo hubo alguien en la dirección de nuestro partido que desconfiaba del comandante Gállego». Luego pierde Ambou la pista de Gállego, limitándose a decir que cayó prisionero en la capital montañesa y fusilado más tarde. Nosotros, en cambio, sabemos cómo y dónde cayó, cuando intentaba ganar nuestras trincheras. De Santander, condenado a muerte, se le trasladó a la prisión de Larrinaga, en Bilbao, y desde su celda de condenado a la pena capital, con la complicidad de elementos vascos pudo hacer llegar un mensaje escrito a Segundo Blanco, entonces ministro del gobierno Negrín. Decía más o menos (cito de memoria) que gentes de buena fe trataban de persuadirle que estaba en aquella cárcel para ser canjeado, pero que no tenía ninguna confianza ni prestaba el menor crédito a la «palabra de honor» de los sublevados. Terminaba diciendo que esperaba de los bravos de la C.N.T. y la F.A.I. se opusieran a todo intento de negociación con el enemigo, pues era preferible morir aplastados por los tanques. Es curioso que no hubiese pensado en el hombre a quien confiase el mando provisional en el frente occidental de Asturias (?) ni en nadie del Partido Comunista para transmitir su último mensaje, haciéndolo llegar precisamente a un destacado militante de la C.N.T., a la que fueron siempre sus simpatías. Y conste que Gállego no solicitó nunca el ingreso en la C.N.T., ni los libertarios incurrimos en falsedad histórica por servir nuestros fines. Nuestra escuela condena la máxima común a jesuitas y totalitarios: «el fin justifica los medios». Antes de pasar a otro capítulo o tema, queremos estampar aquí lo que nos escribe Onofre García Tirador, comandante de un batallón confederal y más tarde Consejero de Trabajo, conmigo, de la F.A.I.: «Con relación a ese nombramiento (el de Ambou como jefe del frente occidental) debo decir que no me liga al mismo ningún conocimiento. Nunca le vi en los frentes acompañado de Gállego, que era buen amigo mío. En ninguna de mis intervenciones, en la resistencia asturiana, estuve ligado a Ambou y, por decir más, nunca le he conocido hasta que fui nombrado para formar parte del Consejo de Asturias estando yo en el frente occidental precisamente».
Desconsuela e irrita comprobar que empieza a desempolvarse la historia cuando han desaparecido muchos protagonistas, cuyos nombres y actitudes se manejan con la mayor desaprensión. Por mucho que Ambou se esfuerce en cargar a Amador Fernández la responsabilidad de que nuestras unidades militares fuesen siempre desfavorecidas en la distribución de armas y otros pertrechos de guerra, conociendo a los personajes afirmo categóricamente que durante la guerra civil Ambou siempre creó obstáculos a las fuerzas libertarias, como lo revelan las constantes denuncias que recibíamos de todos los batallones confederales, con los que estuve en permanente contacto, primero desde la Secretaría de movilización militar del Comité de Guerra de Gijón y posteriormente desde la comandancia de milicias confederales.
No hemos dejado de denunciar la cobardía de las democracias que toleraron el sacrificio sangriento de España, pensando que salvarían la paz si no el honor, aunque como pronosticó Churchill en proféticas palabras: «perderían el honor y tendrían la guerra». Negaron a la República el derecho (reconocido por los tratados internacionales) a procurarse armas para defender la legitimidad sancionada por el sufragio universal, cerrando los ojos ante la descarada ayuda que los países del Eje suministraban a los fascistas españoles.
Semejante situación de desventaja nos impuso servidumbres de todo carácter (dejando a salvo el honor y la hombría) para atenuar nuestro evidente y peligroso desequilibrio, y los comunistas aprovecharon la cegadora realidad para someternos a su vergonzoso chantaje, que se prolongó más allá de la derrota militar. Por eso nos subleva que Ambou compare la solidaridad generosa prestada por México durante la guerra civil con los “envíos pagados” que nos hizo Rusia.
México, después de enviarnos material de guerra y apoyar diplomáticamente la causa de la República, cuando la suerte de las armas se inclinó del lado franquista, obligándonos a la expatriación, abrió de par en par sus puertas para acoger a miles y miles de refugiados españoles, incluso cuando tuvo que afrontar las iras de los alemanes que invadieron Europa. Y hasta que no volvió a España un régimen democrático, la única representación diplomática española en México era ostentada por la República en el exilio.
Rusia, la famosa patria del proletariado, sólo entreabrió las suyas para determinados gerifaltes comunistas. Amador Fernández (por algo los comunistas lo combaten incluso después de muerto) estaba escandalizado del comportamiento ruso que aprovechaba, en su exclusivo beneficio, la situación de inferioridad en que se movía el pueblo español. Cuando Amador fue nombrado intendente general del Gobierno, pudo constatar que los rusos nos imponían cláusulas leoninas de las que brindamos un ejemplo: cuando un barco de lentejas (de la peor calidad) salía con dirección a España, teníamos que depositar, en una determinada entidad bancaria de París, el valor de la mercancía en divisas. El pago se hacía en cuanto el buque abandonaba el puerto ruso. Por el contrario, un cargamento de productos textiles, salidos de Cataluña, no nos era acreditado su valor mientras el buque no tocase puerto ruso. Con esa fórmula todos los riesgos marítimos, que eran inmensos por la estrecha vigilancia de la marina enemiga, corrían a cargo de España, tanto a la ida como al regreso. Finalizada la guerra y reconstituido el gobierno republicano, cada vez que reclamaba la devolución de las 500 toneladas de oro que constituían las reservas del Banco de España y que por medida precautoria se habían trasladado a Moscú, la respuesta era invariablemente la misma: esa fabulosa fortuna resultaba, en la estimación de las autoridades rusas, insuficiente para cancelar la deuda contraída por el material de guerra recibido, con lo cual lo de la solidaridad queda reducido a una vergonzosa transacción. Otro aspecto importante de la pretendida ayuda rusa a la causa española antifranquista, queda desmentida por su nefasta actitud diplomática de no reconocer la legitimidad del gobierno republicano exiliado, pese a la hipócrita campaña del comunismo internacional en favor de tal reconocimiento.
Llegado el relato de Ambou a la primera ofensiva contra Oviedo se complace, para no faltar a la costumbre, en descargar culpas y responsabilidades sobre los demás, que habían convertido en consigna el “¡Oviedo por encima de todo!”. Si fuésemos igual de ligeros al analizar el desarrollo de aquella emocionante operación que llevó el alborozo a todos los combatientes, podíamos hacer una aproximación acusatoria entre la postura intransigente de los comunistas, aconsejados por los militares rusos y la orden de retirada para batallones nuestros que avanzaban por la calle Uría. Medida que sublevó a los milicianos, según me contaba muy recientemente uno de ellos, perteneciente al batallón de Onofre, residente ahora en Villaviciosa. Leamos a Onofre: «Entendía que Oviedo era el imán de atracción de las fuerzas de maniobra del enemigo y que, liberada la capital, el ejército «nacionalista» iba a considerar demasiado costosa, en vidas y equipo, la lucha de montaña, optando por una batalla de trincheras sin grandes efectivos, más vulnerable a nuestros ataques por mejores conocedores del terreno. Iniciado el ataque a Oviedo entramos en acción por la parte denominada de las Cruces y, sin un tiro, sin ninguna resistencia nos encontramos en la Plaza del Ayuntamiento. Empezábamos a hacer planes para evitar desbordamientos, convencidos de que todo iba a ceder a nuestro avance, estudiando la forma de aprovisionarnos ajustándolo todo al orden que recomendaba el momento emocional. (...) Recibí una orden imponiéndome la salida de Oviedo, so pena de atenerme a muy complicadas consecuencias. La orden procedía del Estado Mayor (dominado por los comunistas). Y los ejércitos que ponían cerco a Oviedo estaban advertidos para entorpecer mis propósitos...». En prueba de buena fe y de que no invento el argumento para apoyar la tesis de esta denuncia, copiaré lo que el propio Ambou escribe en la página 51 de su obra: «La ruptura del cerco de Oviedo tuvo entre nosotros repercusiones políticas. Hubo intento de inculparme como responsable del Departamento de Guerra de lo ocurrido y hasta se habló de sustituirme ¡Cómo! si había sido yo, en nombre del Partido, el que me había opuesto en el seno del Consejo a que se realizara la ofensiva sobre Oviedo».
Para valorar con justeza la política sectaria del Partido Comunista se encuentran datos importantes incluso manejando sus propios documentos y fuentes. Al referir Ambou una entrevista con Aguirre, presidente del Gobierno Vasco, puede leerse la respuesta de este hombre a los eslogans de unidad que caracterizaban la propaganda comunista: «¿Pero, tras eso de la unificación no se esconden, como ocurre aquí, otros móviles políticos de captación de voluntades para determinado partido?». La crisis del Consejo de Asturias que costó el cargo a Ambou en el Departamento de Guerra se produjo y se resolvió conforme a los justificados deseos del movimiento libertario que disponía de pruebas incontestables sobre la campaña de proselitismo llevada a cabo en las filas del ejército. El Estado Mayor de la Junta de Defensa del Norte y más tarde el Estado Mayor del Ejército de Asturias, estaban prácticamente en manos de los comunistas, explotando nuestro antimilitarismo de los primeros días y el chantaje de la ayuda soviética, cuyos resortes utilizaban para obtener la adhesión de los mandos, manejando la sonrisa y la amenaza, llegando con frecuencia a los hechos, como revela la historia de la guerra civil en toda España. Claro que, en Asturias, como confiesa el autor del libro que comentamos, los «demás partidos del Frente Popular se pusieron de acuerdo proclamando: "Hay que cerrar el paso a los comunistas y aislarlos."» Si en toda España se hubiese aplicado el remedio, probablemente hubiera cambiado el rumbo de la contienda. Un ejemplo entre mil lo constituye lo sucedido en los frentes de Aragón, donde se paralizaron las columnas de la C.N.T., negándoles armas para proseguir el avance hacia Zaragoza, arrasando sus ejemplares colectividades con el concurso de los bárbaros de Líster, que ahora intenta pasarse de listo.
Explotando la inclinación al olvido del común de las gentes, asegura que octubre de 1934 fue el primer aldabonazo que penetró profundamente en la conciencia de los trabajadores. Si tuvieran los comunistas un átomo siquiera de pudor y la más pequeña idea del ridículo, hablarían poco de aquel proceso de unidad iniciado y consagrado por la C.N.T. y la U.G.T. pese a las insidiosas campañas de su partido, calificándonos de anarcotraidores y socialfascistas desde las columnas de la prensa burguesa. Aunque intenta atenuar la hondura de los lazos de sincera solidaridad nacidos del episodio revolucionario entre libertarios y socialistas (ellos tomaron en marcha el tren de la Alianza Obrera), no le queda otra alternativa que la de confesar: «en casi todo lo que restó de guerra en el Norte hubo una mayor aproximación entre anarquistas y socialistas contra el Partido Comunista. La constitución del Consejo Soberano, del que hablaremos más tarde, es testimonio excepcional de lo que acabamos de decir».
Al hablar de los anarquistas, el odio y los nervios le pierden, sean asturianos, catalanes o aragoneses. Así, la provocación arteramente montada por el partido comunista en el mes de mayo de 1937, con la vana pretensión de liquidar la presencia abrumadora y molesta de la C.N.T. en Cataluña, intenta presentarla, de acuerdo con la versión dada en su día por los servicios stalinistas, como un putsch protagonizado por anarquistas y troskistas del POUM. Ni se recata para escribir que el Consejo de Aragón, integrado por libertarios, ayudaba objetivamente al fascismo, pintándolo como un «Estado anarquista, dictadura de la F.A.I. con todos los métodos estatales y políticos del más feroz Estado burgués: ministros, militares, cárceles propias, campos de concentración, trabajo forzado...».
Recuerdo ahora un artículo de Juan Peiró donde escribía: «...Fulano de tal se ha mirado al espejo, ha contemplado toda su fealdad moral y ha confundido su imagen con la mía...». Así le sucede a nuestro «escrupuloso» historiador, olvidándose de traer al relato la etiqueta o representación con que se cubrían los «camaradas» soviéticos que ejercían funciones policiales en España (cual si estuviesen en territorio conquistado) dirigiendo equipos especiales como el que hizo desaparecer a Andrés Nin después de deshonrarle. También pasó por alto la serie de actos reprobables realizados en Asturias durante la guerra civil por un grupo («incontrolado» para usar el término tan caro a los comunistas) capitaneado por un zapatero llamado Benito, afiliado al Partido Comunista. Detenido él y los demás miembros del equipo, tras una de sus múltiples fechorías, pasaron a la cárcel del Coto en espera de responder judicialmente de sus actos de piratería. El Partido Comunista, después de servirse de ellos, los abandonó, según confesión de la mujer de Benito en visita al Comité Regional para que una representación nuestra se trasladase a la cárcel a fin de recoger informes y revelaciones. Y así pudimos saber que los sembradores del terror cada vez que operaban se ponían al cuello pañuelo rojo y negro, lo que permitía cargar la responsabilidad a jóvenes de la C.N.T. o de las Juventudes Libertarias.
Pudo igualmente dedicar un espacio al tema diplomático y argumentar sobre las motivaciones de alta política que aconsejaron a Rusia la reanudación de relaciones con la Alemania nazi, precisamente en enero de 1939, haciendo coincidir la llegada a Berlín del embajador ruso con el día de la caída de Barcelona en manos del ejército franquista, adelantándose en el gesto de amistad a todas las democracias; o las razones que determinaron la firma del indignarte pacto de no agresión entre Rusia y Alemania, causa principal de que Hitler se lanzase a la aventura de la guerra más espantosa que registra la historia de la humanidad, con su cortejo de dantescos campos de exterminio, en los que murieron miles de españoles antifranquistas. Sí, conocemos la estereotipada respuesta: la enorme contribución en vidas humanas del pueblo ruso y su heroica participación en la derrota final del fascismo. No lo negamos, pero tampoco debe quedar en el tintero el increíble acontecimiento (increíble y vejatorio) de una Rusia asistiendo pasivamente a las matanzas nazis y a sus éxitos militares (colaborando a veces, como en el despedazamiento de la sufrida Polonia) sin que se produjese la menor reacción hasta que las divisiones nazis tomaron la iniciativa de invadir los territorios rusos.
Cuando la C.N.T. denunciaba la manifiesta incapacidad de la Junta de Defensa del Norte, de la que se excluyó toda delegación libertaria con el falaz pretexto de que no teníamos representación parlamentaria, siendo más que importante y sobradamente conocida nuestra presencia en los frentes, llega a decir, a modo de justificación, que ya nos habían permitido entrar en las Alianzas Obreras y en el Consejo Provincial. En cambio toda esta gente, tan perspicaz, no descubrió en el Estado Mayor a un agente del enemigo, Angel Lamas Arroyo, que detalla sus traiciones desde las páginas de su libro, titulado: “Unos... y otros...”. Mientras el fascista incrustado en la Junta de Defensa del Norte entorpecía los planes militares de nuestras unidades y establecía contactos con el enemigo para informarle de todos los movimientos de tropa, sin alertar el instinto comunista, Ambou y los suyos perseguían sañudamente al coronel de la fábrica de cañones de Trubia denunciándole como fascista, sólo porque resistió a las presiones del Partido Comunista para que aceptase el carnet que había de convertirle en marioneta, como lo fueron la mayoría de los militares de carrera que, por interés de un codiciado ascenso o por simple cobardía, engrosaron la brigada de los «camaradas» de nuevo cuño. Angel Lamas Arroyo aprovechó la caída de Santander para unirse al ejército franquista. El coronel de Trubia fue fusilado cuando Gijón cayó en manos del enemigo.
La parte más escandalosa del libro está contenida en el capítulo XIII que trata sobre el «Consejo Soberano de Gobierno», a lo largo del cual, falseando la historia y los hechos, trata de hacer creer al ingenuo lector que el Consejo (impuesto en realidad por el apremio de unas gravísimas circunstancias que no permitían seguir supeditados a órdenes de Valencia, donde residía el Gobierno de la República), se constituyó para organizar la huida.
Para mejor confundir a Juan Ambou, autor de este libro que viene a justificar plenamente las razones de los libertarios para desconfiar de su honestidad, hemos recurrido a dos de los pocos consejeros aún en vida, para que su testimonio descubra el desenfreno de los «héroes» de pacotilla en el momento de la prueba que buscan en la confusión el jordán que lave sus culpas.
Onofre García Tirador, comandante de un batallón de la C.N.T. y posteriormente Consejero de Trabajo, declara: «Donde Ambou da a entender que Amador Fernández intentó negociar con el enemigo (con el conocimiento de todos los integrantes del Consejo y al margen de los comunistas) representa el mayor disparate que se le pudo ocurrir. Es una duda sólo dable en quienes ignoran el sentido de la solidaridad, en quienes carecen de leal comunicación y ciegos y falaces que no alcanzan a valorar los sentimientos nacionales ni las fuentes internacionales de donde procede».
José Maldonado, Consejero de Obras Públicas, y último presidente de la República española en el exilio, nos escribe: «Es insidioso decir que la constitución del Consejo Soberano se hizo con fines bastardos. La pérdida de Bilbao primero y el desplome de Santander después, nos obligaron a adoptar una decisión para reforzar nuestra autoridad ante los que huían de esas provincias. Y me parece sencillamente una calumnia decir que quisimos pactar la huida con nuestros enemigos en la guerra». «Es posible (según afirma) que no hubiese unanimidad en Izquierda Republicana de Asturias para aprobar la creación del Consejo Soberano, porque la unanimidad no es norma entre nosotros (¡bonita lección de Maldonado a los totalitarios!) pero sí estoy seguro de que hubo abrumadora mayoría. Y esta afirmación no desvirtúa el testimonio de mis correligionarios con representación parlamentaria en sus informes al Sr. Azaña... puesto que estos compañeros hacía tiempo que no estaban en Asturias, sino en Valencia».
Después de los testimonios registrados no sorprenderá que denuncie como embuste el siguiente párrafo de su libro: «Lo mismo ocurría en las cimas de la F.A.I. y de la C.N.T. Que Avelino G. Mallada era partidario de una rápida evacuación era «vox populi». Y así su cuñado, Ramón Fernández Posada, consejero en representación de las Juventudes Libertarias, que en un rasgo de franqueza había de confesármelo años más tarde». Sin duda Avelino, como todos nosotros, tenía conciencia clara del peligro que corría Asturias y no descartaba la eventualidad de la evacuación, pero llegada la hora y después de luchar para hacerla innecesaria. No como hicieron los comunistas, muy partidarios de la resistencia, pero que no esperaron por nadie para tomar las de Villadiego.
Ambou lleva su cinismo a la articulación de un plan de paz, seguramente inventado por el Partido Comunista para salvarse de la condena pública. Calla, en cambio, que la respuesta comunista a la creación del Consejo Soberano consistía en el clásico golpe de estado, apoyándose en la presencia de Galán y en la complicidad activa del Estado Mayor enfeudado al P.C. En la página 162 del libro tenemos la clave: «...hubo un momento en que se pusieron en estado de alerta algunas unidades con mandos comunistas que estaban reorganizándose en la retaguardia. Y a buen seguro que la J.S.U. tomaría también sus medidas». Nunca hemos pensado que Rafael Fernández, actual senador socialista por Asturias, estuviese en la conjura. Nadie mejor que él para despejar la incógnita formulada por Ambou y para decirnos lo que sepa de la entrega de Asturias, por parte de Amador Fernández, hombre de carácter, ya muerto y que no puede defenderse de las odiosas imputaciones. «Informados nosotros puntualmente de los propósitos y medidas tomadas por los comunistas para imponer su dominación (por eso nos ataca), colocamos en puntos estratégicos de la ciudad equipos seleccionados de compañeros dispuestos a hacer fracasar la conspiración».
Ponemos punto final con las mismas palabras que dedicamos a Juan Antonio Cabezas en una réplica a su libro sobre la guerra en Asturias: «Sepa, pues (...) que aún no lo hemos dicho todo...».
Publicado en: Historia libertaria nº4 (marzo-abril 1974)
Extraído de: Ateneo virtual de "A las barricadas".
Etiquetas: Guerra Civil
3 Comments:
El Comandante Lamas dificilmente pudo ser "agente del enemigo", nunca tuvo contacto con tropas franquistas hasta "Los Pactos de Santoña", en los que fue "recompensado" con un par de condenas de muerte, que a la postre se comvirtieron en bastantes años de presidio, gracias a la intervención de ex compañeros y ex-alumnos (de la Academia de Infanteria de Toledo de la que fue profesor).
Muy de acuerdo con quien hace el comentario. Lamas no fue ni agente ni topo del enemigo y a no ser por ex-compañeros hubiese sido fusilado. Con este comentario hago incapie en la torpeza, sectarismo y desinformación del autor de este post. Como toda la información que publicas sea como la de Lamas, vas "apañao" so ignorante. Aunque bueno...siempre puede ser que los años que pasó en prisión fueran para disimula.....
El autor del artículo es "Ramonín" Álvarez Palomo, fallecido hace unos años.
En la sección "En recuerdo de..." tenemos una entrada sobre su vida.
Salud
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