La insurrección militar
La guerra no fue ni una consecuencia intrínseca del régimen republicano ni una maldición caída del cielo. La Guerra Civil española la desata un grupo de militares de alta graduación, encabezados por Mola, “Director”, que al fracasar el golpe de Estado que dan el día 17 de Julio de 1936, no dudan en lanzar a las tropas que tienen a sus órdenes a luchar contra la España que permanece fiel al Gobierno. Dicen alzarse contra la conversión de España en una colonia rusa, cuando todavía no había ni siquiera embajador, pero ellos son los primeros en echarse en brazos de Italia y Alemania, en traer aviones, barcos y soldados extranjeros para emplearlos contra sus connacionales. Mucho patriotismo, pero ventitantos años después no dudarían tampoco, para poder continuar en el poder, en enajenar la soberanía y el territorio nacional al permitir que otro ejército extranjero, el americano en este caso, instalase en España una gigantesca base aeronaval en Rota, tres bases aéreas más y diversas instalaciones auxiliares, además del correspondiente armamento nuclear.
Qué duda cabe que la situación del momento internacional de entonces fue determinante. Las potencias fascistas estaban en su auge, la crisis económica alcanzaba magnitudes nunca vistas y el descrédito del sistema y de la clase política que se había sustentado en el parlamentarismo burgués eran enormes. Ahora bien, el golpe militar de Julio del 36 lo prepara un grupo de militares carentes de una ideología política concreta, en el que cada uno de ellos tiene sus propias motivaciones, que van desde la ambición al resentimiento, de la envidia a los odios africanos; y oportunismo, mucho oportunismo. Azuza y financia a los militares golpistas la España de Fernando VII, la de la clerigalla torquemadesca, la de los financieros y patronos de la usura y el esclavismo, la de la nobleza y los terratenientes nostálgicos del feudalismo. También había mucho incauto.
No, no era un golpe fascista. Ya el embajador de la Italia de Mussolini, Cantalupo, se preguntaba en una carta dirigida a su ministro de Asuntos Exteriores, Ciano, escrita al poco de llegar a Salamanca y tal vez bajo la impresión del cuadro reaccionario que ofrecía la capital del “nuevo Estado”, si no se habrían equivocado de bando, porque allí no estaba la España de los trabajadores, sino la de los privilegios y los retrógrados. Lo que ocurre es que unos utilizaron el decorado y la coreografía fascista para amenizar su obra cuartelera; y los otros, aprovecharon propagandísticamente el término “fascista” como un insulto que servía, y sigue sirviendo, para descalificar a cualquiera que no pensase como ellos, desde Franco a Nin o Besteiro.
Los incautos fueron los falangistas joseantonianos, con su idealismo y su retórica de luceros, camisas y revoluciones nacionalsindicalistas. Los militares sublevados bien que les supieron utilizar como banderín de enganche de una juventud destinada a ser carne de cañón: “Alférez provisional, muerto definitivo”, que se decía; y si no, pues peor aún, a desempeñar el triste papel de represores en la retaguardia.
En “El Valle Negro”, para mí, el mejor libro sobre la Revolución del 34, su autor, el escritor asturiano Alfonso Camín, proscrito en la actualidad y con sus libros semirretirados de los estantes de las bibliotecas públicas, lejos del alcance de los lectores; pues bien, Camín lanza en ese libro una idea que hay que tener en cuenta: la de que del mismo modo que hoy se reconoce que el golpe de Primo de Rivera se produjo para evitar que se concluyese con la investigación y depuración de las responsabilidades por la desastrosa campaña marroquí, responsabilidades que alcanzaban al propio monarca, ¿por qué no aceptar, entonces, que muchos de los más destacados protagonistas del golpe del 36 lo fueron para evitar, precisamente, que nunca se conociesen sus responsabilidades en la represión de la Comuna asturiana de Octubre del 34?
Camín lo razona del siguiente modo: «Cuando el general López Ochoa parte para Asturias (durante la Revolución del 34), Franco espera que fracase y que se le indique a él y a otros militares de su confianza apagar la hoguera asturiana. La preponderancia que logre alcanzar, como el hombre de hierro, puede ser oportuna para adelantar su golpe de Estado y darle su “jaque-mate” a la República. Ya su retaguardia en esta zona la forman el coronel Aranda, Solchaga, Camilo Alonso y Doval. No falta más que Yagüe. Y, con la zancadilla que se le tiende al teniente coronel López Bravo, que viene con los Regulares y el Tercio, baza completa. ¡Yagüe en autogiro! Pero todo lo echa a perder López Ochoa, llegando, sin estrellarse, a las puertas de Oviedo. Empero, Franco no se conforma. Viene él a Oviedo y son sus militares de confianza los que rematan la campaña asturiana. Aranda se queda ahí. Es el centinela para el futuro. Casualidad... Coincidencia... Yagüe, Aranda, Solchaga, y Camilo Alonso, se sublevan en el 36 con Franco y son los que hacen también la campaña de Asturias. ¡Los mismos del 34! Sólo falta Doval en Oviedo. Y eso porque su ambición y su impaciencia le llevan al desastre, apenas sale de Ávila, en el combate de Peguerinos. Las cuatro figuras de cada pueblo –el industrial, el párroco, este paniaguado y el otro cacique– se despacharon el 34 a sus anchas, abarrotando las cárceles con denuncias anónimas y otras acusaciones más descarnadas a los vecinos que no pensaban a su imagen y semejanza. Naturalmente, cuando suben de nuevo las fuerzas contrarias, desde las de Maura “el Joven” a las de Peña y Albornoz, les entra ese pánico de delincuentes sociales.» Y añade Camín para terminar su razonamiento: «No tienen empacho las fuerzas negras en asesinar a diestro y siniestro, como los bandidos acorralados, en sembrar el terror por el terror y en comprometer, sin ningún provecho a la larga, la independencia territorial y económica de la tierra española. No les importa hipotecar ni a Dios ni a la Patria, porque saben que de perder la guerra, tan grande es la traición, tan infinitos los crímenes, que se verán sin Patria y sin Dios como los fariseos, sayones y escribas que crucifican a Cristo y aún escarnecen a la Dolorosa.»
Recordemos algunos hechos que quizá convenga relacionar entre sí: En Asturias, la candidatura electoral que agrupa a todas las derechas, menos a la Falange, no utiliza en su denominación ninguno de los adjetivos de la política al uso, tales como “liberal”, “republicana”, “democrática” o, sencillamente, “de derechas”; no, para que no quede ningún género de dudas de lo que se pretende, la habían bautizado con el definitorio nombre de “Candidatura Contrarrevolucionaria”; si a esto se añade que Melquiades Alvarez, nada más y nada menos que todo un Melquiades Alvarez, no se había cansado de proclamar en las Cortes, tras la revolución de Octubre del 34, que había que buscar diez mil culpables y fusilarlos “para salvar la República, como había hecho Thiers con la Comuna de París”. Con un planteamiento así, se comprende que para conseguirle en Febrero del 36 el acta de diputado por Asturias, hubiera que recurrir a todo tipo de argucias y manejos post electorales; él, siempre imbatible en las circunscripciones asturianas. Tengo que detenerme un momento en Melquiades Alvarez. ¡Qué lejos está este Melquiades “liberal-demócrata” de los años treinta de aquel otro Melquiades de los comienzos del siglo!, cuando en su enfrentamiento con el caciquismo retrógrado de la Restauración monárquica no dudaba en aliarse con los sectores obreros más avanzados y participar en la dirección de sus movimientos huelguísticos, tal que en el 17. Es como si su intelecto, sometido a la doble usura del paso del tiempo y del peso de las relaciones mercantiles, hubiera terminado por hacer de él un inverso del que fue. Luego, gentes de malos instintos, ignorantes empujados y tolerados por otros sin corazón, le asesinarían en la Cárcel Modelo madrileña en los sangrientos días del comienzo de la Guerra Civil. Dicen que Azaña quiso dimitir la Presidencia cuando le comunicaron el crimen cometido con el que había sido su primer mentor y maestro en política.
El sistema electoral de la República consistía, básicamente, en que cada elector pudiera votar a un número de candidatos inferior al total de la circunscripción. En el caso de Asturias, con 435.126 electores, le correspondían 17 diputados y cada votante solo podía marcar trece nombres. Salían elegidos los que mas votos hubieran obtenido, siempre y cuando sobrepasasen el veinte por ciento de los votos emitidos; los que no lo alcanzasen, concurrían en una segunda vuelta.
Gijón, por ejemplo, contaba a comienzos de 1936 con un censo de 42.341 electores (mujeres, 22.837; hombres, 19.504), divididos en 7 distritos con 81 secciones. A primeras horas de la mañana había ya en Gijón largas colas delante de los colegios electorales. Se votaba temprano para evitar los “forros”, o sea, gente que votaba por otros, incluidos los muertos.
Resultados electorales de Gijón
Candidatura para diputados a Cortes por Asturias del Frente Popular:
Matilde de la Torre Gutiérrez (PSOE)
21.682 votos
(12)
Dolores Ibarruri Gómez (PCE)
21.715
(8)
Alvaro de Albornoz Limiana (Indep. Rep.)
21.870
(1)
Amador Fernández Montes (PSOE)
21.707
(10)
Luis Laredo Vega (Izq. Republicana)
21.845
(3)
Inocencio Burgos Riestra (PSOE)
21.819
(5)
Félix Fernández Vega (Izq. Republicana)
21.707
(11)
Belarmino Tomás álvarez (PSOE)
21.708
(9)
José Maldonado González (Izq. Republicana)
21.740
(7)
Mariano Montero Mateo (PSOE)
21.826
(4)
Ángel Menéndez Suárez (Izq. Repuplicana)
21.851
(2)
Graciano Antuña Alvarez (PSOE)
21.796
(6)
Juan José Manso Abad (PCE)
21.283
(13)
Candidatura para diputados a Cortes del Frente contrarrevolucionario (CEDA y P. Liberal-Demócrata):
Melquiades Alvarez González (PLD)
12.191 votos
(13)
José M. Fernández Ladreda (CEDA)
12.297
(1)
Ramón Alvarez Valdés (PLD)
12.227
(10)
Romualdo Alvargonzález (CEDA)
12.213
(12)
Bernardo Aza (CEDA)
12.294
(3)
Vicente Madera (obrero anti-marxista)
12.285
(5)
Alfredo Martínez (PLD)
12.249
(8)
Gonzalo Merás (CEDA)
12.283
(6)
Mariano Merediz (PLD)
12.292
(4)
Pedro Miñor (PLD)
12.233
(9)
José Mª Moutas (CEDA)
12.295
(2)
Eduardo Piñán (CEDA)
12.280
(7)
Manuel Pedregal (PLD)
12.227
(11)
Candidatura para diputados a Cortes por Asturias de Falange Española:
José Antonio Primo de Rivera
215 votos
(1)
Manuel Valdés
138
(5)
Leopoldo Panizo
142
(4)
Enrique Cangas
167
(2)
Santiago López
144
(3)
José David Montes
124
(6)
Juan Francisco Yela
81
(9)
Juan Lobo González
83
(7)
Benito de la Torre
78
(11)
Juan Ruiz de Alda
83
(8)
Raimundo Fernández Cuesta
76
(13)
Manuel Mateo Mateo
77
(12)
Emilio Alvargonzález Matalobos
80
(10)
El total de votos emitidos en Gijón fue de 34.041; lo que supuso una participación del 80,40 por ciento.
Efectuado el recuento general de la región, obtuvieron el acta de diputado por Asturias en estas elecciones del 36 los trece miembros de la candidatura mayoritaria, la del Frente Popular, y estos cuatro candidatos de la minoría: Melquiades Álvarez, Jose Mª Fernández Ladreda, Romualdo Alvargonzález Lanquine y Jose Mª Moutas.
Para poder hacer una comparación, se detallan los resultados en Gijón de las anteriores elecciones para diputados a Cortes, celebradas el 19 de Noviembre de 1933:
Partido Liberal-Demócrata/Acción Popular
13.635 votos
Centro
4.156 votos
PSOE
5.541 votos
PCE
2.647 votos
UniÓn Izquierdas
720 votos
Radical-Socialistas
370 votos
Republicanos Federales
350 votos
La Izquierda
9.628 votos
Es decir, que en las elecciones de 1936 la Candidatura Contrarrevolucionaria perdió unos 1.300 votos, el Centro prácticamente desapareció y los partidos integrados en el Frente Popular consiguieron unos 12.000 votos más que en 1933. A mi modo de ver, la explicación se debe, por un lado, a los votos captados por Izquierda Republicana y Azaña, y por otro, seguramente el más numeroso, los que aporta el sector obrero cenetista.
Dos líderes de la derecha estorbaban los planes de los golpistas, y los dos fueron eliminados por la propia derecha reaccionaria. Uno, Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República, ex-ministro de la monarquía, que cuando el principal reclamo de la propaganda golpista era, precisamente, la defensa de la religión católica, perseguida y amenazada, según ellos, ¡cómo no iba a estorbarles don Niceto!, si todos los domingos acudía devotamente con su mujer a oir misa en cualquiera de las parroquias madrileñas como un feligrés más. Bastaba una foto del Presidente de la República española saliendo un domingo al mediodía de la iglesia, para echar por tierra ante los ojos del mundo toda esa campaña que trataba de presentar a los republicanos como rojos comecuras a las órdenes de Moscú.
El otro que les estorbaba era José Antonio Primo de Rivera, el representante más genuino de aquel fascismo español de imitación que improvisaban los señoritos de derechas de las facultades de Derecho. Fue desposeído de su inmunidad parlamentaria, que era lo mismo que meterle en la cárcel, gracias a los votos de los diputados de derechas y a pesar de la habilidosa, y también oportunista, defensa hecha por Indalecio Prieto. Procesado y encarcelado como muchos otros dirigentes de Falange, José Antonio no pudo tomar parte ni en la preparación efectiva del golpe de Estado ni en el posterior desarrollo de los acontecimientos. La Falange quedó descabezada, fuera del control de sus jefes; era la forma en que los militares podrían utilizar mejor a sus afiliados y simpatizantes. Luego, vendría el juicio, la condena y su fusilamiento en la cárcel de Alicante: ¡con las imprevisibles consecuencias políticas a que habría dado lugar un José Antonio vivo durante y después de la Guerra Civil!
Los mandos de la mayoría de las capitanías militares tenían ya elaborados, en 1936, minuciosos planes de despliegue de tropas para llevarlos a cabo en caso de insurrección popular. Serán esos mismos planes los que pondrán en práctica para ocupar las capitales de provincia y las ciudades importantes cuando se subleven en Julio del 36 al declarar el estado de guerra: como Aranda en Oviedo. ¿Fueron esos planes una idea de Franco a su paso por el Estado Mayor Central, como preparación previa y necesaria ante la más que previsible reacción popular contra cualquier intentona reaccionaria?
Había odio y había temor. Ya la misma noche del 16 de Febrero de 1936, al conocerse los primeros resultados electorales que vaticinaban una victoria del Frente Popular, el general Franco, desde su puesto de jefe del Estado Mayor, parecía un tanto histérico al telefonear insistentemente al Ministro de la Gobernación y al propio Presidente, presionándoles con exageraciones para que declarasen “el estado guerra” en todo el país. Odio y temor a un Azaña que regresaba al Poder y al que ellos, sin ninguna prueba acusatoria, habían tenido encarcelado en Barcelona en Octubre del 34. Es el Azaña de la reforma militar que vuelve ahora con un respaldo parlamentario mucho mayor; un Azaña que ha sellado un pacto firme con los que exigen la liberación de los presos de la Revolución de Octubre y la depuración de las responsabilidades por los excesos cometidos durante la represión de la misma. ¿Se vería ya Franco sentado delante de un tribunal militar si el Frente Popular formaba gobierno y Azaña era nombrado ministro de la Guerra? Ya se sabe que, como primera providencia, le mandaron destinado a Canarias.
A la hora de dar un golpe de Estado, los militares golpistas cuentan con el factor sorpresa como una de sus bazas más importantes. Tienen en su contra la falta de resolución, el temor a actuar en los primeros momentos, los más decisivos, de aquellos mandos que, sin serles contrarios, no están activamente comprometidos en la preparación del golpe. Por su parte, el gobierno, es verdad que cuenta con todo el aparato del Estado, pero no es fácil, respetando la legalidad, encontrar las pruebas necesarias para destituir a un general, para procesarle. En nuestros días, lo pudimos comprobar perfectamente con el golpe del “23 F” de Tejero, Milans, Armada y compañía. Todo el mundo sabía que se estaba preparando, pero a pesar de los enormes y sofisticados medios de espionaje de que dispone en la actualidad el Estado, no solamente no sirvieron para impedir que unos centenares de guardias civiles secuestraran al ejecutivo y al legislativo en pleno, sino que, al día de hoy, aún no conocemos la trama golpista en su totalidad. En tales casos, siempre suele haber una amplia gradación de complicidades, simpatías y negligencias que socavan las posibilidades de defensa del Estado. En sentido contrario, como ejemplo de resolución, compromiso y voluntad de defender el régimen republicano, hay que recordar aquí a Benjamín Balboa López, un simple oficial tercero radiotelegrafista, que desde su puesto en la estación de radio del Estado Mayor de la Armada consiguió, adueñándose de las comunicaciones, que la mayor parte de la Flota permaneciese leal al gobierno republicano. Le bastó para ello mantenerse en permanente contacto por radio con los radiotelegrafistas de los buques para que las dotaciones, alertadas contra los planes insurreccionales de la oficialidad, pudiesen reaccionar a tiempo.
En aquellos días, 17, 18, 19 y 20 de Julio de 1937, ¿cuántos generales, coroneles y otros mandos del Ejército, de la Guardia Civil, de Asalto; cuántos gobernadores civiles, alcaldes y dirigentes de los sindicatos dudarían, buscarían información, temerían dar cualquier paso que pudiera provocar una reacción contraproducente? Un ejemplo: si la famosa columna “minera” que, engañada o no engañada por Aranda, salió de Gijón, de Oviedo y de las cuencas, por tren y por carretera hacia Madrid, se hubiera quedado en León y hubiera asegurado para la República esa provincia...; pues a lo mejor no hubiera habido guerra o no habría durado ni un mes. Mismamente, si se les hubiera ocurrido desviarse y pasar por la base aérea leonesa, donde los suboficiales y soldados estaban dispuestos para detener a los mandos que se alzasen, ¿qué desmoralización no habrían sentido, Aranda en Oviedo y Pinilla en Gijón, si, al contrario de lo que ocurrió, la aviación les hubiera bombardeado desde el primer día, privándoles de cualquier posiblilidad de recibir ayuda de ningún tipo, dejándoles en la soledad y el desamparo más absolutos?
Porque el golpe fracasa, y aunque los sublevados consiguen hacerse con el ejército de África e ir dominando amplias regiones en pocos días, los gubernamentales retienen las grandes ciudades, el litoral mediterráneo y cantábrico, las zonas industriales y, sobre todo, Madrid, la capital de España. Y el golpe fracasa gracias a la enérgica reacción popular, pero también por la política de nombramientos y traslados de mandos militares emprendida por el gobierno del Frente Popular. Según el historiador Julio Merino y el ex-ministro del gobierno republicano en el exilio, Antonio Alonso Bolaño, el mismo 21 de Febrero de 1936 en que Franco es cesado como Jefe del Estado Mayor Central y trasladado a la Comandancia Militar de Canarias, se inicia un baile de generales con el que el gobierno pretende remover a los más desafectos e ir situando en los puestos clave a los que considera más leales. El resultado fue que de un total de 72 tenientes generales, generales de división y de brigada, 35 no se sublevaron, mientras que 26 sí lo hicieron, volviéndose uno de ellos atrás; dos fueron destituidos, uno estaba de permiso, otro dimitió, otro permaneció indeciso y otro neutral; uno murió en accidente, otro fue expedientado, dos se pasaron a los nacionales y uno a los republicanos. Las cosas quedan todavía más claras al saber que solamente se sublevó uno de los ocho capitanes generales al mando de las ocho regiones militares del país y que, por dar otro dato más, los seis generales de la Guardia Civil se mantuvieron leales a la República. Traducido en hechos, eso significó que el general sublevado Saliquet, para poder proclamarse jefe de la VII Región Militar (Valladolid), tuvo que mandar fusilar al titular de la misma, el general de división Nicolás Molero; para encaramarse al mando de la II Región Militar (Sevilla), Queipo de Llano tuvo que hacer fusilar a su capitán general, José Fernández Villabrille...En total, que los militares sublevados fusilaron a dieciseis generales. Con razón afirma el ex-ministro republicano Antonio Alonso Baño que “nunca jamás se había vertido tanta sangre de jefes militares de alta graduación”, y concluye diciendo que “los primeros defensores de la República, las primeras víctimas del alzamiento del 18 de Julio de 1936, no fueron los gobernadores civiles, ni los alcaldes, ni los diputados a Cortes, ni los miembros de los partidos políticos de izquierdas o de los sindicatos obreros, sino los generales con mando en el Ejército.”
El propio Mola, el “Director” del golpe de Estado, fue trasladado por el gobierno del Frente Popular desde Marruecos a Navarra. Cuando se sublevó, solamente se pudo hacer cargo de la VI Región Militar (Burgos) después de mandar fusilar a su superior, el general Domingo Batet. Esta región militar abarcaba las provincias de Burgos, Palencia, Santander, Vizcaya, Guipúzcoa, Alava, Navarra y Logroño.
Estamos ya en lo que va a conformar el territorio del Frente Norte. Los acontecimientos, según Martínez Bande, se precipitan cuando Mola, comandante militar de Navarra, proclama el estado de guerra el sábado día 18 y domina la provincia sin encontrar resistencia, excepto en Alsasua; y ese mismo día, por la noche, consigue que triunfe el golpe en Burgos, donde solamente se reseña cierta resistencia en Miranda de Ebro. El domingo, día 19, se alzan los militares en Alava, en Guipúzcoa, en La Coruña y en Palencia. En Alava, la huelga general decretada por los sindicatos no es reducida hasta el 21; mientras que en Guipúzcoa, los insurrectos fracasan después de unos días de resistencia en el cuartel de San Marcial y en el hotel “María Cristina”, en San Sebastián.
En La Coruña, al igual que en El Ferrol, los militares alzados contra la República no consiguen controlar la situación hasta el miércoles 22; mientras que en Noya y en algunos otros publecitos costeros, los republicanos resisten hasta el día 25. Cuando se insurreccionan los mandos militares de Palencia ese domingo 19 de Julio, se encuentran con gran resistencia en todos los pueblos de la cuenca minera palentina y a lo largo del ferrocarril que va de La Robla a Bilbao. En Vizcaya, la rebelión, iniciada ese domingo, es rápidamente sofocada, mientras que Santander permanece leal a la República y es la primera gran sorpresa que se lleva Mola. El lunes, día 20, se deciden los militares en Pontevedra, pero la resistencia republicana en Vigo, Marín, Villagarcía y Tuy va a durar en algunos casos hasta finales de Julio. Es el lunes también cuando se alzan en Orense y Lugo, que consiguen controlar, con resistencia republicana en las zonas de Monforte, Sarriá y Vivero; mientras que en León, la huelga general decretada por los sindicatos es enfrentada por los militares con la aplicación de la ley marcial, situándose los principales focos de resistencia obrera en Ponferrada y en la cuenca minera del Sil.
En Asturias, Aranda se insurrecciona definitivamente en la tarde del domingo 19, cuando se niega a obedecer un telegrama del ministro de la Guerra en el que se le ordenaba armar a los obreros de los sindicatos. Tiene a su lado al que quizás fuera el hombre encargado de controlarle, el comandante de Infantería Gerardo Caballero, antiguo jefe de los guardias de Asalto de Oviedo, de cuyo puesto había sido destituido por las autoridades republicanas, y que más tarde sería el primer gobernador nacionalista de Asturias. El coronel Aranda, previamente y con la aquiescencia del nuevo gobernador de la provincia, Liarte Lausín, había ordenado a la Guardia Civil, esparcida por los pequeños puestos de los pueblos de la región que, «donde no hubiera alcalde del Frente Popular, vinieran a concentrarse en Oviedo», consiguiendo así engrosar con un millar de hombres, armados, diestros y disciplinados, las fuerzas de que disponía en la capital. Isidro Liarte Lausín, anterior gobernador de Almería, Jaén y Mallorca, hacía ocho días que había tomado posesión de esta provincia en sustitución del destituido Bosque. Tanto Liarte como Bosque serían fusilados: Liarte en Oviedo y Bosque en Zaragoza. Aranda manda entonces que la tropa salga a la calle, dispersa a tiros a los obreros que, confiados, aguardaban delante de los cuarteles la entrega de las armas, y procede a reducir los pequeños focos de resistencia del cuartel de Asalto, donde muere en el combate el comandante que mandaba el grupo de guardias leales a la República; y se apodera del Gobierno Civil. En unas horas, las fuerzas de Aranda consiguen dominar Oviedo.
En Gijón, según Alvarez Palomo, el coronel Pinilla sacó sus tropas de los cuarteles al amanecer del lunes 20. Sus intenciones eran ocupar los puntos vitales de la ciudad y proclamar el estado de guerra. Pero en Gijón, al contrario que en Oviedo, las fuerzas republicanas, principalmente los sectores obreros nucleados en torno a la CNT, estaban sobre aviso de lo que se venía tramando en los cuarteles gracias a las confidencias de algunos oficiales leales y a lo que contaban los soldados de reemplazo que hacían la mili en los cuarteles de Simancas y Zapadores. Ante el cariz que van tomando los acontecimientos, una manifestación de obreros parte de la Casa del Pueblo de la CNT, en Sanz Crespo, y se dirige al cuartel de la policía de Asalto, situado en el antiguo instituto Jovellanos, en la calle homónima. Va surgiendo de esa forma un embrión de milicias obreras, pobremente armadas, que junto con las fuerzas de Asalto y Carabineros, que se consigue que permanezcan leales, van a ser las que frenen en los primeros momentos de la insurrección el despliegue de la tropa, obligándola a recular hacia los cuarteles. Algunas de las compañías salidas de Zapadores y Simancas, vista la resistencia, se entregan a las fuerzas republicanas después de que sargentos, cabos y soldados logren desarmar a los oficiales que las mandan; mientras que otros soldados consiguen escapar de los cuarteles.
Los planes del coronel Antonio Pinilla Barceló eran declarar el estado de guerra en Gijón el domingo día 19, pero la acción resuelta del capitán leal Nemesio Gómez se lo impidió.
Según la declaración firmada de Dionisio Lanas Crespo, cabo evadido del Simancas, el coronel Pinilla acuarteló a la tropa del Simancas a las ocho y media de la mañana del domingo 19 y ordenó que, una hora más tarde, una compañía estuviese lista con su equipo de combate. Aunque el capitán de esta compañía era el capitán Nemesio Gómez, el coronel Pinilla quiso sacarla a la calle conducida por el capitán Rivas, lo que impidió la oportuna aparición del capitán Gómez, que al sospechar lo que se estaba tramando, ordenó a sus soldados que se retirasen al dormitorio y que situaran a dos soldados y un cabo de guardia a la puerta del mismo, con la orden de no dejar entrar absolutamente a nadie; todo lo cual se cumplió a rajatabla.
Finalmente, el capitán Gómez fue arrestado por un teniente coronel, entregando el mando de la compañía al alférez Hilario Gómez Sánchez. De ese modo, la operación de salida para declarar el estado de guerra tuvo que ser retrasada hasta el día siguiente, el lunes 20. El capitán Gómez pereció en un calabozo del Simancas.
La Guardia Civil, reforzada con unos pocos falangistas, se atrinchera en el cuartel de Los Campos. Su comandante, Gay Planzón, había regresado precipitadamente de Madrid, donde se encontraba de permiso, con los primeros rumores de la insurrección de las tropas de Africa. Llega a Gijón antes de que se hubiera producido el levantamiento en la ciudad. Acude a la entrevista que mantienen los mandos militares con el alcalde y los dirigentes del Frente Popular en el Ayuntamiento y después se marcha a la casa-cuartel. Tras breve combate con las milicias obreras y con la promesa del recién nombrado comandante militar de la plaza, Gállego, de respetar sus vidas y ser sometidos a un juicio justo, se entregan. El comandante Enrique Gay Planzón fue condenado y permaneció encarcelado en El Dueso y en la cárcel del Coto hasta la entrada de los nacionales en Gijón en Octubre del 37; sometido por éstos de nuevo a un Consejo de Guerra, fue fusilado en los primeros días de 1938.
La lucha se generaliza en Gijón y pronto son tomados por las incipientes milicias otros focos de resistencia de los militares alzados, como el fuerte de Santa Catalina, la Fábrica del Gas y el Asilo de Ancianos. Se procede a la localización y detención de los “pacos” que, disparando tiros sueltos desde ventanas y tejados, trataban de sembrar el pánico y la confusión en la ciudad. El celo de las patrullas de milicianos debía de ser grande y quizás esta anécdota que alguna vez oí contar en casa sirva de ejemplo. Mis abuelos vivían, por aquel entonces, en la calle San Bernardo. Parece ser que un día de aquellos de Julio del 36, mi abuelo quiso asomarse a mirar por un ventanuco que había en la cocina y que daba a la playa, y al sacar una mano para agarrarse al marco y poder izarse encima del bañal, alguien, desde el Muro, debió de ver aparecer aquella mano, apuntó y disparó. La bala entró por el ventano, recorrió dos paredes de la cocina y terminó dentro de una tartera que había en una alacena, por fortuna, sin mayores consecuencias. Pero la cosa no quedó ahí, sino que al poco tiempo se presentó en el portal un grupo de milicianos armados con la orden de registrar el edificio de arriba abajo. Bajó mi abuelo y le dijo al jefe del grupo, al que seguramente conocería de vista, que, si valía de algo, respondía él de la lealtad republicana de todos los vecinos del inmueble. Gracias a eso, no se llegó a efectuar el registro y los milicianos se marcharon a continuar con su labor de vigilancia. Tiempo después, se supieron dos cosas relacionadas con este asunto: la primera, que en un piso del edificio tenían escondido a un cura, que se salvó por los pelos, tanto él como la familia que le cobijaba, de tener un disgusto muy serio; la segunda, que los milicanos no andaban muy descaminados, pues parece ser que desde un edificio próximo, otro clérigo más belicoso, disparaba, esporádicamente, unas veces, hacia la calle San Bernardo, y otras, hacia la playa.
Las fuerzas sindicales y políticas gijonesas fueron capaces de anticiparse y reaccionar contra los planes de los militares, y eso resultaría decisivo. A pesar del secreto con que los mandos de los cuarteles de Simancas y Zapadores planeaban sus próximos movimientos insurreccionales, las direcciones de los sindicatos y de los partidos del Frente Popular de Gijón disponían de información de primera mano de lo que se estaba preparando dentro de esos recintos. Ramón Alvarez Palomo menciona en su libro al capitán Angel Hernández del Castillo, leal a la República, pero hay también suboficiales y soldados de reemplazo que informan puntual y minuciosamente de las órdenes que dan los mandos.
Por otra parte, las fuerzas republicanas gijonesas cuentan casi desde los primeros momentos con el asesoramiento de militares leales. Hay que mencionar en un lugar destacado, al comandante José Gállego, que pasaba sus vacaciones en Gijón y sería nombrado Comandante Militar de la Plaza, dirigiendo las primeras operaciones contra los sublevados. José Gállego mandaría después las milicias que consiguieron detener en La Espina a las columnas nacionalistas procedentes de Galicia. Un año más tarde, sería capturado en Santander por los nacionales, juzgado, condenado y fusilado. Están luego otros muchos militares profesionales y mandos de Carabineros y Asalto que, o bien permanecen leales o bien se rinden a las pocas horas de lucha, prestándose después a colaborar con las fuerzas republicanas. Tal sería el caso de los tenientes de Infantería del Simancas Inocencio Frías, que al ir a ocupar la Telefónica, se pasó a las fuerzas gubernamentales, y Silvestre Curiel, que mandaba el fuerte de Santa Catalina y se rindió tras breve resistencia; el del alférez de Infantería del Simancas Hilario Gómez, que tras ocupar las posiciones ordenadas por sus superiores, se rindió a las 32 horas, prestando después servicio en las fuerzas republicanas, donde alcanzó el empleo de Habilitado de la Consejería de Guerra asturiana; el del alférez de Ingenieros Melchor Andrade, que se rindió al día siguiente de ocupar el Asilo de Ancianos; los cuatro serían fusilados al caer Asturias en poder de los nacionales. El capitán Población, de destacada actuación como jefe del Parque de Ingenieros; el capitán de Infantería retirado Juan Hernández; el capitán de Infantería, de complemento, Mariano Abad, nombrado posteriormente comandante militar de las plazas de Llanes y de Gijón, que murió en el penal de El Ferrol cuando cumplía los quince años de condena impuestos por los nacionales en Consejo de Guerra; el alférez de Infantería Santiago Gimeno, ayudante del comandante Gállego; el teniente de Cuerpo de Tren Ramón Echevarría, que se encontraba también de vacaciones en Gijón y se puso al servicio de las autoridades republicanas; el teniente de Intendencia Alvaro Linares, que se presentó a las autoridades republicanas de Santander y fue enviado a Gijón con una columna de carabineros; el alférez de Infantería José Barrios, que se presentó en Santoña y vino a Gijón reclamado por la Comandancia Militar, luego fusilado por los nacionales; los sargentos del Simancas, Rafael Sánchez, que se encontraba de permiso, y Alejandro Matilla, que fue uno de los que, junto con otros cabos y sargentos, desarmó a los oficiales de una compañía que salió del cuartel, ambos llegarían a tenientes de Infantería en el ejército republicano, siendo luego también fusilados por los nacionales. El cabo del Simancas Francisco Uruñuela, que aprovechó para escapar con otros muchos cuando la compañía al mando del capitán Rivas marchaba por las calles de Gijón, lo que impidió a éste cumplir la misión encomendada, que no era otra que la de declarar el estado de guerra en la ciudad; Uruñuela sería igualmente fusilado.
Los Carabineros, mandados por el teniente Claudio Martín, permanecieron leales al gobierno republicano y prestaron importantes servicios en aquellos cruciales días. Hay que mencionar a los tenientes de dicho cuerpo, Manuel López Rodríguez e Ignacio Cerezo Pérez; el primero de ellos, candasín de nacimiento, estaba destinado en Tapia de Casariego en el momento de producirse la sublevación y fue uno de los primeros organizadores de la resistencia contra las columnas gallegas; al brigada de Carabineros, destinado en Gijón, Julián Pascual Sanz; al alférez del mismo cuerpo, Francisco Martín Muelas, que estaba de permiso en Gijón y mandó una sección de Asalto; los cuatro serían fusilados al entrar los nacionales. Permanecieron leales a la República las fuerzas de Asalto, mandadas por el capitán Eduardo Carón, entre cuyos miembros estaba al cabo Manuel de La Chica, jefe de la escuadra que el día 19 custodiaba la Telefónica y que en el transcurso de la guerra llegaría a comandante de milicias, siendo fusilado por los nacionales; el sargento de Asalto Daniel Robles, herido en el frente y que alcanzó la graduación de teniente, fusilado por los nacionales; el sargento de Asalto, Esteban Redondo, que entregó a los milicianos el edificio de Comisaría; el cabo del mismo cuerpo Jaime Domínguez, que alcanzaría por méritos de guerra la graduación de teniente...
Los milicianos estaban mandados desde los primeros momentos de la lucha por los dirigentes sindicales más caracterizados y comienzan a afluir a Gijón voluntarios de todas las aldeas próximas y de los pueblos costeros, que tienen su bautismo de fuego en el cerco a los cuarteles. El día 21 de Julio se forma un Comité de Guerra que tras ser reorganizado el día 27 pasa a tener, según Alvarez Palomo, la siguiente composición:
Presidente:
Segundo Blanco (CNT)
Secretario:
Carlos Díaz (CNT)
*Movilización:
Avelino G. Entrialgo (CNT)
Comunicaciones:
Ramón Álvarez (CNT)
Tesorero:
Eugenio Alonso (UGT)
Sanidad:
Marcelino Corbato (UGT)
Trabajo:
Rafael Hernández (UGT)
Instrucción:
Manuel Menéndez (UGT)
Investigación y Vigilancia
José Gallardo (PCE)
Abastos:
Emilio Fernández (PCE)
*Movilización:
Horacio Argüelles (PCE)
Vivienda:
Alberto Lera (Izq. Rep.)
Aviación:
Policarpo Menéndez (Izq. Rep.)
*
(Compartida por CNT y PCE)
(Compartida por CNT y PCE)
En el cuartel de la Guardia Civil de La Felguera se habían concentrado 180 guardias civiles armados con fusiles y munición en abundancia, cuatro ametralladoras y 200 bombas de mano. Estos guardias civiles se rindieron el mismo día 19 de Julio, a las dos horas de combate, después de haber sufrido cuatro bajas y unos ocho heridos. A partir de ese momento se desplazan a Gijón los primeros milicianos felguerinos. Vienen mandados por los cenetistas Higinio Carrocera, Onofre, Ramón Collado, Jerónimo Riera, Elías Ortea y Celesto “El Topu”; durante la guerra alcanzarían puestos importantes en el ejército republicano, destacando entre todos Carrocera, que al mando de la Brigada Móvil, por su tenaz y heroica actuación en Septiembre del 37 en El Mazucu, en el frente Oriental, le fue concedida la Medalla de la Libertad, máxima condecoración del ejército republicano. Al derrumbarse el Frente Norte, Carrocera fue capturado en el vapor “Llodio” cuando huía de Gijón en la trágica noche del 20 de Octubre de 1937; identificado, fue juzgado y condenado a muerte, siendo fusilado. Entre los dirigentes comunistas habrían de destacar desde estos primeros momentos de la guerra Muñiz, Somoza, Bárcena, Planerías...
El primer batallón regular se constituyó en Gijón, en un local de la calle Cifuentes. Era el batallón de Izquierda Republicana “Maldonado”, luego nº 222, que mandó Enrique, del barrio del Llano.
Publicado en: Asturias, octubre del 37: ¡El "Cervera" a la vista!, Marcelino Laruelo Roa. M. Laruelo Roa, Xixón, 1997.
Extraído de: Asturias Republicana.
Etiquetas: Guerra Civil
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