El cielu por asaltu

Recuperar la dignidá, recuperar la llucha. Documentos pa la hestoria del movimientu obreru y la clase obrera n'Asturies.

Nombre:

sábado, marzo 22, 2008

Visita al comandante Flórez

Jefe militar de la guerrilla socialista entre 1937 y 1948, fue, con Mata, una de las figuras más destacadas de la resistencia antifranquista

Continuamos la «crónica de Latores» relatando una visita que le hice al comandante Flórez en septiembre de 1982. Por aquellos tiempos, cuando ya habían regresado muchos exiliados, también volvieron algunos que lucharon en la guerrilla contra el régimen de Franco y cuyas figuras más destacadas eran, en las organizaciones socialistas, los comandantes Mata y Flórez. Ambos volvieron, aunque no para quedarse, entre otras cosas porque no encontraron el apoyo del partido y los dos estaban muy vinculados a Latores, donde solían invernar.

Avisado por Amalio, un militante socialista veterano y cordial, de que Flórez se encontraba en Latores, cogí bastón y perros (mis magníficos e inolvidables «Revólver», setter laverack, y «Black», pointer) y me puso en camino hacia Latores después de desayunar en el Fontán. El periódico de aquel día, 22 de septiembre de 1982, daba cuenta en primera página del fallecimiento de un viejo maestro, socarrón y lúcido, sabio en mil materias diversas, astrónomo, físico, farmacéutico, economista, novelista, dramaturgo, historiador, bailarín de tangos, matemático, gastrónomo (Ortega dijo de él que «siempre estaba dejando de ser algo»): Valentín Andrés Álvarez, maestro de maestros y, en primer lugar, de Juan Velarde. Aunque la noticia más espectacular de la primera plana era que un conocido «rockero», ya mayor de edad, se negó a cantar en la plaza de toros de Oviedo, alegando que llovía, a consecuencia de lo cual hubo palos, contusionados, intervención de la Policía y el propio «rockero» fue conducido a Comisaría, como si fuera el gallo en una tarde de «espantada». El director del periódico de aquella época, un tipo al que de ningún modo podemos calificar de sutil, tituló la noticia de este modo: «Un chulo llamado Miguel Ríos pasó por Oviedo».

Van a permitirme que relate esta excursión por los alrededores de un Oviedo que ya no existe. La Bolgachina estaba compuesta de casas pequeñas, de una o dos plantas, y chalés sin pretensiones con breve jardín. Al llegar al alto, el paisaje y el caserío cambiaban. Estamos en El Caserón, con Oviedo a los pies. En el bar-tienda situado en la encrucijada de tres caminos hay (o había) una lámina que representaba a varios aldeanos armados de palos y palas de dientes acechando a un jabalí. Contemplo el paisaje, sobre el que se levanta la niebla, en compañía de Mateo, viejo y sentencioso socialista, que explica que el monte que está detrás del Naranco se llama La Escrita. El camino que tengo a la derecha conduce a San Esteban de las Cruces, el del frente a Morente y el de la derecha a La Manjoya, que es el que seguimos. El aire está lleno de humedad o caen gotas de lluvia y pasado Llamaoscura arrecia el aguacero: tengo que refugiarme debajo de un roble, cerca del cuartel de la Guardia Civil de La Manjoya. Al lado hay un caserío. Un hombre asoma la cabeza, sin afeitar, con boina y un pitillo en la comisura de los labios, y al comprobar que llueve, sale al cabo de unos instantes con un caldero de plástico verde y un paraguas. Como el agua ya empieza a filtrarse entre las hojas sobre el tronco, vuelvo al camino bajo la lluvia.

Una parte considerable de los vecinos de Latores son socialistas, debido a que antes de la guerra funcionó allí una sección de las Juventudes Socialistas. Es un pueblo largo, con chalés a ambos lados del camino, con garaje, jardín y huerta. En uno de esos garajes, en el de Mero, se reunían los socialistas durante el régimen anterior. Por la entrada de Mieres se llega a la Casa del Pueblo que ha reemplazado al garaje de Mero y tiene un letrero con las letras del PSOE en rojo. De Latores era el comandante Fausto, que mandó el batallón «Sangre de Octubre» y a quien conocí algunos años antes en Oviedo, artrítico, rubio todavía y melancólico, feliz y a la vez perplejo por encontrarse nuevamente en España. Mas aquél no era el regreso definitivo y murió afuera.

Paso a buscar a Amalio, que vive en un chalé rodeado de un huerto y en cuyo garaje se organizó la primera sección de la Agrupación Socialista de Oviedo a finales de agosto de 1976. Me acompaña a la casa donde reside el comandante Flórez, en Ayones. El camino se bifurca a la derecha hacia Piñera y a la izquierda ya estamos en Ayones. La casa de Flórez se encuentra detrás del bar Camporro. La cocina ocupa toda la planta baja, con una puerta que conduce a la cuadra y una escalera que lleva al piso, donde están las habitaciones. En la cocina de carbón cuece un puchero de verdura. Los dos únicos lujos de la casa son la nevera y el reloj de oro de Flórez, regalo de la Agrupación Socialista de Oviedo. Flórez es pequeño, calvo, de mirada dulce y palabra sosegada. Está sentado en una silla y calza alpargatas, sin calcetines. Su hija es una mujer grande, fuerte y vital, con resabios de una larga permanencia en el exilio. Se le nota que no está dispuesta a perdonarlo todo, en tanto que Flórez ya no tiene cuestiones pendientes con nadie. La hija lanza una andanada contra el general Queipo de Llano, al que califica de asesino. Flórez, que hasta entonces permaneció en silencio, dice de pronto:

-Ya vamos quedando pocos.

-¿Cuántos quedáis de los que salisteis en el 48? -pregunta Amalio.

-Pocos -repite Flórez.

-Murió Lafuente. Murió Lele.

-¿Murió Lafuente? -pregunta Flórez, sorprendido.

-Sí -digo-. Yo fui al entierro, en La Rebollada.

-Quedamos muy pocos y de lo nuestro no se acordará nadie -lamenta Flórez-. Queda Mata. Queda Marcelino el Gafas. Tal vez sea mejor así.

-Marcelino el Gafas está muy aislado en Argentina -le digo.

-Sí -admite Flórez.

Flórez fue el jefe militar de la guerrilla socialista entre 1937 y 1948, en tanto que Mata era el jefe político. Nos va contando.

-¿La nómina de la mina San Vicente? Sí, entramos Mata y yo con pistolas. Fuera estaban Ignacín y Lele; Lele era muy buen tirador. Entramos en la oficina apuntando con las pistolas y uno de los empleados nos arrojó el dinero: los billetes se desparramaron y no pudimos recogerlos todos. Llevamos cuarenta mil pesetas. Un cartucho nos costaba dos pesetas.

Y nos cuenta la primera entrevista entre Lezo, el enlace de Prieto con los guerrilleros, en la ermita del Cristo. Se trataba de un marino vasco, católico y aventurero, que les traía una carta de Indalecio Prieto. Mata sacó la pistola y le pidió que le enseñara la cartera, en la que llevaba escapularios, estampas de la Virgen de Lourdes y un rosario.

-Sabíamos que venía de parte de Prieto -dice Flórez-, sabíamos que las cartas que traía eran de Prieto, mi padre le avalaba también; pero sospechábamos al ver tanta medalla y tanta estampa. «Es que soy católico», dijo. «Ah, bueno», contestó Mata. Pero aún dudamos antes de confiar plenamente en él. No sabíamos, cualquiera sabía.
Cuando Lezo le contó esta desconfianza a Prieto, don Inda exclamó: «¡Buenos guerrilleros!». Pues la misión que se le había encomendado era arriesgada y difícil. Habían de salir veintinueve guerrilleros desde Luanco, en una bonitera francesa, entre ellos una mujer, y algunos comunistas y anarquistas, pero la mayoría eran socialistas. Marcelino el Gafas llegó desde Galicia. ¿Cómo pudieron reunirse los veintinueve con tanta precisión, sin un mal encuentro y sin disparar un solo tiro? Flórez no lo cuenta. Cuenta sólo lo que sucedió después de la reunión.

-Llegamos a Luanco de noche, tras dos días de caminata y de haber pasado el día anterior en un pajar. Arístides Llaneza y yo quedamos detrás, cubriendo la retaguardia. En la bonitera aguardaban Lezo y dos franceses, que ya estaban borrachos, porque les había dado una botella de coñac para tranquilizarlos. Ellos contaban con un alijo de contrabando, y poco se imaginaban lo que llegó. Se asustaron al vernos subir a bordo, aunque sólo llevábamos las pistolas. Los últimos en subir fuimos Arístides y yo. Y nos pusimos rumbo al Norte, para salir de aguas españolas. Nosotros nos dormimos; los franceses, que iban borrachos, se durmieron y Lezo, que estaba al timón, se durmió también. Al cabo de dos días en el mar, al amanecer, vimos las luces de una ciudad. Menos mal que Lezo reaccionó a tiempo, porque no eran las luces de San Juan de Luz, sino las de San Sebastián. Por poco volvemos al infierno.

Después de esta empresa, Lezo planeó un atentado contra Franco, aprovechando una visita del dictador a San Sebastián. Se trataba de construir un túnel bajo el mar para llegar al lugar donde estaría Franco y dinamitarlo, y quería contar con la colaboración de Mata, que había sido minero, para construirlo. Pero Mata consideró que aquello era inviable y no se hizo. Y Flórez concluye:

-Lezo era un héroe. Un hombre arriesgado de verdad.

Han transcurrido dos horas. La hija muestra interés por recuperar unos romances escritos por Perfecto, que fue presidente de la Diputación de Asturias y murió fusilado, en los que se canta a la guerrilla, y uno de ellos, titulado «14 de enero», hacía referencia a la batalla de los montes de Peón, que libraron Mata y Flórez contra la Guardia Civil y el Ejército.

Cuando salimos de la casa de Flórez, el cielo está más oscuro aún. Regresamos a Latores por otro camino, por caleyas empinadas. Amalio el Raposu va contándome que su hermano permaneció dos años escondido en una cuadra. Abandonó la vida de «topo» cuando tuvo noticia de una amnistía para los republicanos que no hubieran cometido delitos de sangre. Mas al entregarse se encontró con que le acusaban de varias muertes. Él tan sólo pidió que se presentara alguno de los familiares de aquellas víctimas para acusarle.

-¿Y se presentó alguno?

-No -contestó Amalio-. Pero le fusilaron igual.

José Ignacio Gracia Noriega


Publicado en: La Nueva España, 12 de noviembre de 2007.
Fuente: La Nueva España.

Etiquetas: