El cielu por asaltu

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jueves, mayo 31, 2007

La conciencia femenina de los pozos

Muchas mujeres de mineros, como Anita Sirgo, jugaron un papel fundamental en la «huelgona» del 62, al organizar piquetes y recabar alimentos para los presos y deportados

Anita Sirgo ofrece instintivamente el oído derecho cuando mantiene una conversación. El tímpano del izquierdo se lo dejó hace 45 años en un calabozo de Sama, como consecuencia de los golpes recibidos tras uno de los interrogatorios posteriores a la «huelgona» del 62. La cabeza rapada de esta langreana, rasurada por los carceleros como método de coacción, se convirtió en un símbolo de la resistencia obrera contra el franquismo. Sirgo perdió la melena pelirroja, pero no el espíritu de lucha, que mantuvo hasta la caída del régimen.

En los paros de 1962, Anita Sirgo -junto a cientos de mujeres de las comarcas mineras, entre las que destacaron otros nombres como Constantina Pérez, «Tina»; Celestina Marrón o Amor Gutiérrez- asumió la primera línea de la lucha con la organización de piquetes de huelga. Las mujeres también se ocuparon de la parte logística de la protesta, recorriendo las Cuencas de una punta a otra para transmitir las noticias de la huelga y recabando la solidaridad de los comerciantes para mandar alimentos a los presos y deportados.

La «huelgona» del 62 no cogió desprevenidas a las mujeres de los mineros. Al desatarse los primeros paros en Mieres, ya empezaron a planificar la resistencia en previsión de la extensión de la protesta al valle del Nalón. Las reuniones eran rotatorias y se celebraran al amparo de un café o un chocolate con churros. «Así, si venía la Guardia Civil, podíamos decir que estábamos merendando», explica Sirgo. Las mujeres se organizaron en tres grupos: las de Lada cortaron el paso al Fondón, las de La Joécara se apostaron a la salida de este barrio obrero y las de La Nueva cercaron la entrada al pozo María Luisa. A las cinco de la mañana las cabecillas empezaron a picar timbre por timbre a las demás integrantes del piquete para evitar deserciones entre las indecisas. El relevo de las seis ya no entró a trabajar.

«Nosotras íbamos pacíficamente, pero estábamos preparadas para todo. El primer día, al ver el maíz en el suelo (la forma de llamar «gallinas» a los esquiroles) se daban la vuelta y avisaban a los que venían detrás para que hiciesen lo mismo», rememora Sirgo. En el piquete había mujeres de todas las edades, casi todas hijas, madres o esposas de mineros, tal y como relata esta vecina de Lada. «Había una mujer a la que llamaban La Caravana. Tenía 80 años pero llevaba un tocho de madera arrancado de una banqueta por si tenía que defenderse». Todo esfuerzo era insuficiente. «Había que dar la vuelta a los esquiroles como fuera para no romper la huelga», apostilla Sirgo.

El dominio de la situación de las mujeres duró poco porque la Guardia Civil movió ficha y acudió a desarmar los piquetes: «Un día una pareja de guardias llegó al Fondón y empezó a disparar tiros al aire para avisar a los demás». Las manifestantes fueron trasladadas hasta las cuadras de mulas, el lugar que actualmente ocupa el economato de Hunosa. Allí las cabecillas fueron señaladas para ser detenidas, lo que provocó una reacción airada de las demás mujeres: «Empezamos a gritar que o todas o ninguna. Al final no se llevaron a ninguna». El grito ha vuelto a retumbar estos días en el cielo de Langreo como parte del rodaje del cortometraje de Amanda Castro sobre las mujeres de la «huelgona» del 62, en el que el papel de Anita Sirgo (figurante en algunas escenas) es interpretado por la actriz Cristina Marcos.

A Sirgo, el espíritu de lucha ya le venía de niña. Fue enlace de la guerrilla y cada día subía al monte para llevar comida a un grupo de «fugaos» en el que estaba su tío, ejecutado poco después. «A mi padre también lo mataron en el monte, pero no sabemos dónde pudo ser», relata. Los interrogatorios mientras su padre y su tío estaban con vida se hicieron frecuentes: «Yo tenía 8 o 9 años en aquella época. Nos sacaban a toda la familia de casa de madrugada para peguntarnos por mi padre. Pegaban a mi madre mientras a mi hermano y a mí nos ponía el fusil en el pecho para asustarnos». Y eso que asustar a Anita Sirgo nunca fue una tarea fácil. Uno de los momentos más duros de su vida tuvo lugar en 1963, año en que se intensificó la represión tras los coletazos de las huelgas del año anterior.

«No tenía miedo a los palos porque luchaba por el pan de mis hijos»
Esther Amaro Suárez asegura que el papel de las mujeres «a veces fue más importante que el de los hombres»


Cuando uno mira a Esther Amaro Suárez cuesta imaginarla formando piquetes de huelga, apedreando esquiroles o soportando golpes en la cárcel. Pero lo hizo, al igual que otras muchas mujeres anónimas de las Cuencas. Por eso cuando esta langreana de 77 años recuerda los tensos episodios vividos durante la «huelgona» del 62 lo hace con orgullo y sin el menor asomo de pesar en el rostro. Se aferra a un argumento irrefutable. Era lo que había que hacer. «Nunca tuve miedo a los palos ni a los golpes porque luchaba por el pan de mis hijos», sentencia.

Al estallar el conflicto laboral, Amaro -esposa de minero y madres de tres hijos- vivía en La Joécara, en Sama. Las mujeres de este barrio fueron de las primeras en organizarse y ponerse al frente de la lucha con la formación de piquetes de huelga. Al «frente» de La Joécara pertenecieron otras ilustres como Constantina Pérez, «Tina», y Amor Gutiérrez.

En los primeros días de la huelga, las mujeres de La Joécara se repartían frente a las casas de los potenciales esquiroles para intimidarles y no dejarles acudir a la mina. Si esta estrategia no funcionaba, el piquete femenino recurría a métodos más expeditivos. «Les tirábamos piedras en cuanto asomaban la cabeza por el portal; entonces corrían escalera arriba que se mataban. Alguno no volvió a hablarme, pero me da lo mismo». Sin embargo, la dispersión facilitaba la burla del cerco. Por eso empezaron a parapetarse en el paso a nivel, el punto estratégico que impedía el paso a los mineros de La Joécara.

De vuelta a casa, tras finalizar la jornada de protesta, esta mujer de Langreo tenía que ingeniárselas para dar de comer a su familia en un situación que llegó a tildarse de «indigencia familiar». Era todo un desafío cuando no había ingresos y la huelga seguía arrancando hojas al calendario. «Salíamos adelante con una cesta de patatas que me traía mi hermana o un kilo de arroz», explica Amaro, que añade: «En los comercios no pagaba casi nadie porque no había dinero. Los tenderos se portaron muy bien porque fiaban a la gente, hasta que no pudieron hacerlo más porque ellos también estaban endeudados y se quedaban sin existencias».

Esther Amaro fue una de los muchos encarcelados que sufrió el castigo del cinturón del cabo Pérez. Le tocó de rebote, mientras otra mujer intentaba protegerse de los golpes junto a ella: «Nos interrogaron en el cuartel de Sama y después nos llevaron a Oviedo, a la cárcel modelo, pero el que estaba al mando dijo que él no iba a encarcelar a madres de familia con delincuentes comunes. Al final acabamos en Gijón, donde pasamos una semana hasta que nos dejaron en libertad».

Esta langreana no se dejó amedrentar y se mantuvo en primera línea en los años sucesivos, cuando la represión volvía a emerger de manera esporádica. «Recuerdo los encierros en las iglesias y los líos que se formaban cuando la Policía iba a desalojar a los mineros. Nosotras íbamos detrás a intentar impedirlo», rememora Amaro. Y añade: «Sabían donde pegar. En El Entrego no se atrevían porque la vías del tren estaban cerca y había muchas piedras; en Sama era más difícil hacerles frente». De cualquier forma, esta langreana poseía sus propias técnicas de evasión. «Era ruinuca, pero corría mucho», apostilla. Al echar la vista atrás, Amaro elogia el arrojo de las mujeres que la acompañaron. «Había compañeras como Tina o Morita, además de otras muchas que tenían un gran valor. El papel que jugaron las mujeres fue muy importante, a veces más que el de los hombres», asegura.


La Cenicienta y las bestias negras del capitán Caro y el cabo Pérez

Esta langreana y su marido Alfonso Braña fueron conducidos al cuartel de la Policía municipal, utilizado por el capitán Caro y el cabo Pérez, de la Guardia Civil, para sus interrogatorios. A Sirgo la metieron en una celda con Constantina Pérez, «Tina». Su marido estaba en un calabozo contiguo. «De madrugada empezamos a oír golpes. Piqué en la pared y no tuve respuesta, así que supuse que les estaban torturando», rememora Sirgo, que añade: «Empezamos a gritar que eran unos asesinos por un ventanuco que daba a la calle, hasta que apareció el capitán Caro en pantalones cortos y con la camisa llena de sangre».

Sirgo fue trasladada entonces a otra habitación para ser interrogada por el paradero de Horacio Fernández Inguanzo, «El Paisano». «Me cortaron el pelo con una navaja y empezaron a golpearme; de la paliza me quedé sorda de un oído. Les dije que estaba embarazada para ver si así dejaban de pegarme y me respondieron que mejor, que de esa forma habría un comunista menos». De vuelta al calabozo, Sirgo tuvo tiempo para abalanzarse sobre una rejilla de la celda donde se encontraba su marido. «Casi no pude reconocerle porque tenía la cara hinchada como un tomate y la cabeza rapada con la forma de una cruz en la cabeza. Otro compañero, Tonín Zapico, estaba tirado en el suelo vomitando sangre».

Tina (fallecida de enfermedad unos años más tarde) y Anita fueron encarceladas después durante un mes en Oviedo, mientras les crecía el pelo, ante su negativa de cubrirse la cabeza con una pañoleta para ocultar lo sucedido. Allí volvieron a interrogarlas sobre Fernández Inguanzo. «Claro que sabía donde estaba "El Paisano"; el día anterior se había refugiado en mi casa. Salí de la cárcel sin pelo, pero con la cabeza bien alta porque nunca delaté a nadie», asevera Sirgo.

Otras de las revueltas de protesta protagonizadas por esta langreana tuvo lugar en la sede del Sindicato Vertical en Sama. Tras penetrar en el edificio fueron desalojadas por decenas de Policías. «Recuerdo que había uno en cada peldaño de la escalera dándonos toletazos. Al salir a la calle saqué el zapatón de tacón que llevaba en el bolso para protegerme y empecé a darle con él a un guardia; se me perdió en medio del tumulto».

Sirgo relata con humor que a partir de aquel día se la empezó a conocer como la Cenicienta. «A todas las mujeres que detenían les probaban el zapato para ver si era la que había agredido al policía. Lo tenían complicado porque yo calzo un 41».

A requerimiento de los dirigentes comunistas -para trasladar unos documentos a Francia y dejar que las cosas se calmasen en España- Sirgo se desplazó a Francia con un pasaporte falso. Allí estuvo dos años. «Los compañeros no querían que regresase, pero yo tenía que hacerlo porque no podía estar más tiempo separada de mi marido y mis hijos». A la vuelta se personó ante las autoridades. Le cayeron cuatro meses de prisión en una celda de la cárcel modelo de Oviedo.

Sirgo nunca abandonó su lucha y en los años setenta participó, junto a otras 30 mujeres, en un encierro en la catedral de Oviedo. Anita Sirgo resalta la labor desempeñada por las mujeres de los mineros en el movimiento de resistencia obrera de los últimos años del franquismo. «Pasamos penalidades y llevamos muchos golpes, pero mereció la pena. Las mujeres siempre estuvieron al frente y, sin nosotras, no sé si se habría llegado a donde llegamos», concluye.

Miguel A. Gutiérrez


Publicado en: La Nueva España, 2 de abril de 2007.
Fuente: La Nueva España.

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