El cielu por asaltu

Recuperar la dignidá, recuperar la llucha. Documentos pa la hestoria del movimientu obreru y la clase obrera n'Asturies.

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lunes, noviembre 02, 2009

La ideología asturiana

El caso asturiano, por sus peculiares características, puede servir como el ejemplo práctico más acabado de las limitaciones del sindicalismo en cuanto instrumento defensivo y ofensivo de los trabajadores. La tradición combativa —la herencia revolucionaria— y la estructura económica de Asturias han permitido que los sindicatos hayan gozado, desde su legalización, de un poder social que no encuentra correspondencia en ningún otro lugar del Estado Español, por lo que sus vicios y taras se han revelado más plenamente que en cualquier otro sitio.

Asturias tiene una amplia tradición sindical. Durante los años de “transición” política y posterior reestructuración económica la memoria colectiva de los trabajadores asturianos ha retenido el papel que en su día se arrogaron los sindicatos asturianos: la Alianza Obrera, constituida en 1934 por —a diferencia del resto del Estado— todas las organizaciones sindicales y políticas de clase, con el propósito explícito de superar el régimen capitalista; y la posterior insurrección armada del proletariado asturiano. A los ojos de los trabajadores asturianos este episodio ha dotado de un prestigio totalmente injustificado, fruto de persistentes mixtificaciones, a las organizaciones sindicales, por cuanto el pacto aliancista fue una consecuencia obligada, y no un requisito previo, de la combatividad del proletariado asturiano.

A este episodio, y para reforzarlo, debe sumarse el nacimiento de las Comisiones Obreras como exponente de un modelo, en su origen antisindical, de autoorganización de los trabajadores en época franquista, rápidamente liquidado por el PCE en aras de su proyecto de “reconciliación nacional”, que en la práctica se traducía en una estrategia cuyo objetivo último era hacer ver a los capitalistas “modernos” que era más práctico tener un PCE legalizado, que ejerciese un férreo control sobre la clase obrera para garantizar su subordinación al proyecto capitalista, que la opción de la represión pura y dura, que podría dar lugar a un proletariado salvaje. La manera de liquidar a las Comisiones Obreras fue transformándolas de movimiento sociopolítico a sindicato correa de transmisión del Partido.

Esta tradición sindical ha encontrado además en el modelo económico asturiano una base material sobre la que desarrollarse. Durante muchos años Asturias ha visto cómo su economía, y por tanto toda la vida social, se organizaba en torno a las necesidades del sector secundario. La elevada concentración industrial, basada en la minería, la siderurgia y la metalurgia fundamentalmente, organizada en grandes empresas, la mayoría de titularidad pública —con puestos de trabajo de por vida y que se transmitían de padres a hijos—, ha favorecido el desarrollo de unos gigantescos aparatos sindicales, con sus cohortes de liberados y una organización modelada según la lógica empresarial. Los cuadros sindicales, rígidamente disciplinados, han impuesto su ley en Asturias desde la llamada “transición democrática”, consiguiendo imponerse sólo tras la derrota previa del movimiento asambleario de los años 70. Asturias ha registrado en estos años la mayor tasa de afiliación sindical del país: empresas públicas como HUNOSA, la —en su tiempo— macroempresa minera, han registrado porcentajes de afiliación superiores al 90%. Estas condiciones han permitido la imposición de una política sindical de tipo mafioso, donde los ascensos de categoría o la liberación sindical no se deben a la valía profesional o a la capacidad de trabajo, sino a la obediencia estricta de las instrucciones emanadas de los órganos sindicales, integrados en muchos casos en los consejos de administración de las empresas. Esta estructura sindical se corresponde a un determinado tipo de práctica sindical, que a su vez responde a unos intereses concretos. El poder se concentra en los funcionarios y dirigentes, auténticos profesionales de la representación sindical, con una preponderancia de las secciones sindicales, como expansión del sindicato en la empresa, sobre los comités de empresa; y donde se reduce a las asambleas al papel de reuniones informativas donde sancionar lo decidido en las alturas. Las consecuencias se resumen en una desmovilización, insolidaridad y corporativismo que se ajustan como un guante a la mano capitalista que ha promovido esta práctica sindical. Por un lado los sindicatos mantienen la paz social, favoreciendo la reestructuración económica y la reconversión productiva a través de pactos sociales y, por otro, a cambio, se convierten en auténticos gestores de la economía y sociedad asturiana, a través de su estricto control del aparato del PSOE y el PCE, poniendo y quitando gobiernos regionales y gestionando presupuestos multimillonarios como los fondos destinados a la reconversión (por ejemplo los llamados “fondos mineros”).

Como reacción a esta línea, y tratando de recoger la herencia combativa del proletariado asturiano y hacer frente a la reconversión económica, surge la Corriente Sindical de Izquierdas (CSI). En su origen la CSI representaba a una corriente interna de CCOO, opuesta a la línea pactista y desmovilizadora de la dirección del sindicato. Esta tendencia, minoritaria en Asturias, representaba sin embargo el sector mayoritario de CCOO de Gijón, donde ostentaba los cargos de dirección. Tras su expulsión este sector se convierte en sindicato, en contra de sus deseos, puesto que durante sus primeros años la estrategia de la CSI estuvo orientada a su readmisión en CCOO, y se propugnaba la permanencia en ellas mientras fuese posible.

Ante las condiciones generadas por la reconversión industrial en Asturias, y especialmente en Gijón, con tasas de paro superiores al 30%, la CSI acaba por erigirse en representante de los sectores obreros más duramente castigados por la reestructuración capitalista, allá donde UGT y CCOO llevan a cabo una línea negociadora y subordinada a las necesidades capitalistas. El rechazo radical a la pérdida de puestos de trabajo, la preponderancia de las asambleas frente a las consignas de las direcciones sindicales, el recurso a la movilización —violenta si es preciso— y la ausencia de liberados sindicales se convierten en los ejes de actuación de la CSI.

La CSI gusta de definirse como un sindicato radical, pero ser radical significa ir a la raíz de las cosas: una organización es radical cuando ataca la causa de los problemas, no sus fenómenos o expresiones particulares. En este sentido la CSI se ha perdido y ha contribuido a la desmoralización y a la desmovilización desde el momento en que no ha querido, podido o sabido relacionar la reconversión con la dinámica capitalista, como si los numerosos conflictos respondiesen al capricho de algún capitalista particular y no a una necesidad histórica. Al definirse como una organización puramente sindical su práctica quedó reducida a la defensa desesperada de los puestos de trabajo, siendo, por ello, incapaz de ofrecer ninguna alternativa real al proceso reestructurador y, mucho menos, de frenarlo. Aquí juega un papel de primer orden la ideología, nunca declarada abiertamente, del sindicato y más concretamente de sus líderes más significados. Al aceptar la rígida división artificial entre lucha económica, que sería llevada a cabo por el sindicato, y la lucha política, reservada al Partido, la CSI ha perpetuado nefastamente el esquema leninista —concebido a comienzos del siglo XX para una sociedad con un proletariado industrial escaso y atrasado—, que considera al Partido como la organización jerarquizada construida como vanguardia dirigente con el objetivo explícito de constituir la auténtica consciencia de la clase, incapaz por sí misma de ir más allá de las reivindicaciones puramente económicas.

Esta rigidez y este dogmatismo han impedido a la CSI extraer las consecuencias prácticas necesarias para proceder a poner fin a la división entre lucha económica y lucha política y, recuperando el origen de las CCOO como movimiento sociopolítico, plantear una crítica real al modo de producción capitalista y a sus catastróficas consecuencias para Asturias. La incapacidad para superar estas contradicciones que lastraban a la CSI desde su origen trajo, naturalmente, las consecuencias que se podían prever: una potenciación de los “líderes”, la generación de un espíritu de corps que considera a la organización como un fin en sí misma, la sospecha de cualquier crítica como “traición”, el aislamiento y posterior expulsión de los sectores críticos o la búsqueda irracional de referentes políticos (llegando a potenciar desde el estalinismo más barato hasta el carácter “nacional” del sindicato —contribuyendo de esta manera a importar a Asturias una ideología foránea, esto es, totalmente ajena a la tradición y carácter de la clase obrera asturiana, como paradójicamente es el “nacionalismo astur”—).

Esta dinámica llevó en la práctica a la CSI, ante el temor de quedarse “aislada”, a subordinar sus movilizaciones a las de los sindicatos mayoritarios, y convertirse en el auxiliar de estos en los conflictos más radicalizados, recogiendo de esta manera las migajas de la desesperación que UGT y CCOO se podían permitir despreciar. Esta subordinación táctica y la absoluta falta de previsión estratégica llevó a la dirección del sindicato, básicamente constituido por las mismas personas durante todo el período, a desmantelar secciones sindicales especialmente reacias a esta artificial unidad construida desde las alturas, como la de la minería, y explica de la misma manera la escasa implantación conseguida en las cuencas mineras, donde al diluirse las diferencias estratégicas y tácticas y existir un porcentaje de afiliación ya muy elevado no se ven las razones para cambiar un sindicato por otro, que además es minoritario, con las desventajas a todos los niveles que ello conlleva. Tras implantar, no sin rechazos de importancia, el chantaje de las prejubilaciones, UGT y CCOO han conseguido llevar adelante la reconversión minera. La CSI fue incapaz de ofrecer alternativas para que los mineros rechazasen irse a casa con todo el salario. La insistencia en la “reindustrialización” se reveló como una mantra ineficaz.

Al final, la CSI ha acabado representando, sobre todo en el resto del Estado español, el papel de sindicato radical y alternativo, capaz de hacer otro tipo de sindicalismo. Pero como hemos visto ese radicalismo ha sido totalmente circunstancial y ha degenerado, por tanto, en una imagen, una pose, un rol a representar —sin demasiada convicción— en el mercado laboral asturiano, siempre dispuesta a vender un poco más cara la fuerza de trabajo a la que representa que el resto de competidores sindicales. La CSI ha acabado constituyendo un polo de reagrupamiento de obreros desesperados sobre una base sindicalista, en realidad moderada y aceptable por el orden establecido.

Los conflictos laborales más radicales durante este tiempo han contado con un común denominador, que no ha sido la CSI, sino el papel protagonista de las asambleas como órgano supremo de unidad y de decisión. Esto ha ocurrido en empresas con implantación de la CSI, como Naval Gijón, y en otras donde la CSI era inexistente, como Duro Felguera. En ambos casos la lucha fue larga, dura y, en ocasiones, al margen de la legalidad, y el poder de decisión residió siempre en los trabajadores y no en los sindicatos. Allí donde los sindicatos consiguieron impedir la implantación y desarrollo de asambleas decisorias estables, como en las Fábricas de Armas de Oviedo y Trubia y, sobre todo, en HUNOSA, las luchas adquirieron un carácter más desesperado, limitándose a generar un clima de violencia obrera y popular en las calles de las cuencas mineras en estallidos puntuales coincidentes con los procesos negociadores de la reconversión minera, y generalmente protagonizados más por jóvenes estudiantes y parados que por los propios mineros, tendencia que ha ido acentuándose con el paso del tiempo.

Cabe destacar que muchas de las movilizaciones han contado con una permisividad social que se ha traducido en una impunidad jurídica para los trabajadores, demostrando que la llamada Justicia y la legalidad son cuestiones meramente de correlación de fuerzas. Así durante 20 años la policía ha sido incapaz de llevar ante los tribunales a ninguno de los autores de los numerosos sabotajes relacionados con los distintos conflictos laborales: barricadas, enfrentamientos con la policía, quema de bancos, trenes y autobuses, lanzamiento de cócteles molotov, asalto a oficinas, retención de directivos e incluso colocación de artefactos explosivos se han sucedido sin que la represión pudiese actuar. El carácter defensivo de estas acciones ha logrado obtener un amplio respaldo social, pese a ser condenadas por la práctica totalidad de organizaciones políticas y sindicales, constituyendo la CSI la única excepción a esta condena. Sin embargo cuando a finales de los años 90 se extienden por Asturias los sabotajes y acciones ilegales no vinculadas directamente a ningún conflicto laboral (acciones con un marcado carácter ofensivo) la CSI deja de constituir la excepción, si no sumándose al coro mediático de criminalización y condena sí mostrando su inhibición ante los diversos episodios represivos que, sin embargo, han tenido un carácter mucho más grave (aplicación de la legislación antiterrorista, encarcelamientos).

Así ha ido creándose una especie de falsa conciencia que condena la lucha cuando no es llevada a cabo por honrados padres de familia que defienden el pan de sus hijos y las letras del coche. La descomposición de la CSI, principal portador de esta ideología asturiana, alcanza su cenit con el juicio, condena y posterior encarcelamiento de dos de sus líderes más reconocidos —bajo acusaciones ridículas: quema del cajetín de una cámara de video—, con el objetivo implícito por parte del poder de cerrar Naval Gijón sin encontrarse resistencias significativas para así permitir el desarrollo del proceso especulativo que afecta especialmente a la zona donde se encuentra el astillero y, en un sentido más amplio, liquidar de forma definitiva los restos de cualquier expresión de resistencia a la gestión capitalista. La CSI promueve la constitución de una Plataforma Ciudadana Contra la Represión y por las Libertades, que se suma a las numerosas organizaciones “antirrepresivas” ya existentes en Asturias. La proliferación de este tipo de organizaciones no deja de ser paradójica en una región que no registra presos políticos, exiliados ni clandestinos, y es revelador de la incapacidad y la desorientación de los sectores de la izquierda “radical” asturiana, cuyo programa máximo se cifra en la destitución del Delegado del Gobierno, como suprema encarnación del mal, para sustituirlo por otro que lo haga mejor.

Con anterioridad al encarcelamiento desde la CSI y la Plataforma se insinúa que éste motivaría una respuesta radical en la calle, bajo la forma de manifestaciones, barricadas, sabotajes e incluso una huelga general en Gijón. Aceptando el reto las autoridades deciden el encarcelamiento sorpresivo de los dos sindicalistas. Ante ello la Plataforma se limita a solicitar respetuosamente el indulto, como la solución mágica al encarcelamiento, y organizan una campaña dirigida a mostrar que todos somos “ciudadanos” educados y responsables, y que los encarcelados son inocentes de los cargos que se les imputan. Mientras, por un lado la Plataforma (que pese a su pomposa denominación es una organización construida “ad hominen”) se asegura que ninguna movilización se escape a su encuadramiento, por otro negocia en silencio con las autoridades la excarcelación a cambio de paz social. Al cabo de veinte días, en los que no se ha registrado ninguna acción de importancia a favor de los encarcelados, estos son puestos en libertad, pero no gracias al indulto ansiado, sino a la espera de recursos judiciales, por lo que su situación queda en manos de las autoridades que la pueden emplear como chantaje para conseguir un cierre tranquilo de Naval Gijón. Sin embargo, la Plataforma y numerosas organizaciones izquierdistas exhiben en sus comunicados un tono triunfalista totalmente alucinado que revela el grado de derrota alcanzado por quien ni quiere ni puede aceptar la realidad y pretende imponer a todos los demás su propio terrorismo de la conformidad.

Así, este episodio pone fin a la larga tradición del sindicalismo asturiano como anomalía dentro del panorama del Estado español. Al facilitar la reconversión industrial los propios sindicatos han contribuido a privarse de la base material de su poder: así por ejemplo en HUNOSA se ha pasado de más de 20.000 trabajadores a menos de 2.000, disminuyendo por tanto de esta forma el poder sindical y estableciendo una tendencia a la “normalización” de su papel en relación con el resto del Estado. El modelo productivo también ha evolucionado acorde con los tiempos, imponiéndose la precariedad, el subempleo, y en general la sustitución del sector secundario por el terciario como motor de la economía regional (pese a que la industria conserva una gran importancia). Se cierran las minas y se abre el Museo de la Minería, los mineros prejubilados se sacan un sobresueldo traficando con dinamita y droga en el mercado negro. Se acabaron las largas luchas salvajes, los enfrentamientos violentos, las asambleas decisorias, la respuesta contundente de la clase obrera. Cualquier perspectiva de suprimir este estado de cosas pasará inevitablemente por la crítica del sindicalismo y su superación práctica a través del único instrumento que, confirmando las experiencias históricas del siglo XX, asegura la unidad y la autonomía de los trabajadores: las asambleas soberanas y la autoorganización, que supriman la división entre lucha económica y lucha política, planteen una crítica a la economía y al trabajo asalariado y tiendan, de esta forma, a recuperar el viejo proyecto revolucionario de una sociedad sin clases.


Publicado en: Ekintza Zuzena, nº35 (mayo 2008).
Fuente: Glayíu.

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