La plataforma de alianza
Hemos llegado al aspecto más delicado del problema. Lo primero que conviene dejar sentado es que ninguna de las bases doctrinales específicas de cada movimiento pueden servir de plataforma a la unidad. La conjunción buscada es una imposición táctica de circunstancias excepcionales a las cuales hay que sacrificar particularismos teóricos inflexibles. Si cada tendencia se empeñare en mantener su propia declaración de principios como molde obligado de la alianza, ésta sería prácticamente imposible. Hay que buscar, pues, un terreno neutral para el pacto. Cierto que este terreno ha de ser tan firme que pueda resistir sin resquebrajarse el peso y las consecuencias de la unidad.
El acuerdo de carácter táctico es el que ofrece menos dificultades, ya que todos los sectores coinciden en apreciar la gravedad de las actuales circunstancias, y sólo habría que discutir y concretar detalles de modo y oportunidad.
Donde surgen escollos no tan fáciles de orillar es en la orientación a seguir después del hecho anecdótico. Largo Caballero habla de “la conquista íntegra del poder público”; los comunistas quieren la implantación de la “dictadura del proletariado”, y los anarcosindicalistas aspiran a instaurar el “comunismo libertario”, utilizando como células esenciales el municipio rural y la organización obrera industrial. Aquí los términos difieren bastante entre sí, siendo de notar que mientras socialistas y comunistas resumen su programa en consignas exclusivamente tácticas, representadas por las figuras políticas “poder público” y “dictaduras”, los anarcosindicalistas ofrecen en el suyo un sistema social peculiar y completo.
De estos tres puntos de vista hay que quitar todo lo que mutuamente tengan de refractario e incompatible. Sólo así se podrá hallar la necesaria línea de convergencia, de cuyo logro y mantenimiento depende el triunfo permanente y ascendente de una revolución proletaria.
Desde luego, hay que desechar las fórmulas “conquista del poder público” y “dictadura del proletariado”, por ser características demasiado parciales y enunciados insuficientes del contenido práctico de una revolución social. El proletariado español desconfía hoy mucho, y con razón, de los simples trueques de poderes. Después de la experiencia de 1931, exige que el fruto de su lucha se traduzca en transformaciones más tangibles, positivas y profundas.
Democracia obrera revolucionaria.
Puesto que en el fondo, y según reconocimiento explícito de sus principales teóricos, también los socialistas y comunistas aspiran, como última etapa de su desarrollo, a un régimen de convivencia sin clases ni Estado, una de las bases de la alianza deberá estipular el avance en este sentido hasta donde sea posible. Es decir, que con el nuevo orden social no han de crearse órganos coercitivos a la ligera y por el capricho de ajustarse al recetario artificioso de una tendencia, sino sólo los resortes estrictamente indispensables para el encauzamiento eficaz de la labor revolucionaria. Todo el engranaje gubernamental y represivo del viejo sistema debe desaparecer sin dejar raíz. Para aplastar al enemigo de clase no se precisa implantar una dictadura crónica, sino usar adecuadamente de la “violencia revolucionaria” que preconizaba Bakunin para el período de transición.
El burocratismo y el bonapartismo, amenazas latentes de toda revolución, se evitan poniendo la revolución en manos del pueblo laborioso, suscitando la emulación de las grande multitudes para defenderla y fecundarla.
Comoquiera que ninguna de las tendencias puede considerar defendible la tesis oligárquica de gobernar por encima de la voluntad de las masas proletarias, es lógico suponer que todas ellas han de mostrarse dispuestas a servir y acatar dicha voluntad como instancia suprema con lo cual desembocamos en una fórmula que creemos aceptable para todos: la democracia obrera revolucionaria. Esta base corresponde aproximadamente a la que en Baviera tuvo la República de los consejos obreros en 1919, en la cual, hasta el socialdemócrata Noske la ahogó en sangre, fue posible la colaboración de socialistas de izquierda, Ernst Toller; comunistas, como Eugen Levine, y anarquistas, como Landauer y Mühsen. La democracia obrera revolucionaria es una gestión social directa del proletariado, un freno seguro contra las dictaduras de partido y una garantía para el desarrollo de las fuerzas y empresas de la revolución .
En las actuales previsiones teóricas de los partidos socialista y comunista se está concediendo una importancia excesiva al papel del instrumento político en el proceso revolucionario. Resulta curiosa esta actitud de los partidarios oficiales del materialismo histórico, que debieran ver en la influenciación de la economía la piedra de toque de toda transformación social efectiva. Nosotros, a pesar del mote de utópicos que se nos suele adjudicar, creemos que el afianzamiento de la revolución depende, sobre todo, de la articulación rápida y racional de su economía. De ahí que nos parezca insuficiente una simple consigna de orden político para abarcar los problemas fundamentales de una revolución. Lo que hay que enfocar como esencial es la socialización de los medios de producción y la formidable labor de acoplamiento y organización que comporta el levantamiento de una economía de nueva planta. Y esto no puede ser obra de un poder político central, sino de las entidades sindicales y comunales, que, como representación inmediata y directa de los productores, son en sus respectivas zonas los pilares naturales del orden nuevo. Interesa recalcar de antemano que, aun subordinándose a un plan general técnico, la dirección de las funciones económicas, tanto en el orden local como en el nacional, corresponde a las colectividades obreras de las respectivas especialidades. Así, la revolución descansará sobre una red de células vivientes e idóneas, que impulsarán con entusiasmo y competencia la construcción del socialismo integral.
Líneas directrices.
Sería demasiado pretencioso querer prever y examinar una por una las muchas cuestiones que en el curso de una revolución han de surgir, y arbitrar para todas ellas soluciones apriorísticas. Lo que más importa es fijar desde ahora las líneas directrices de orden general que pueden servir de plataforma a la alianza, y de norma combativa y constructiva a las fuerzas unidas. A nuestro juicio, deben destacarse los siguientes puntos:
Primero. Acuerdo sobre un plan táctico inequívocamente revolucionario, que excluyendo en absoluto toda política de colaboración con el régimen burgués, tienda a derribar éste con una rapidez no limitada más que por exigencias de carácter estratégico.
Segundo. Aceptación de la democracia obrera revolucionaria, es decir, de la voluntad mayoritaria del proletariado, como común denominador y factor determinante del nuevo orden de cosas.
Tercero. Socialización inmediata de los elementos de producción, transporte, conmutación, alojamiento y finanza; reintegro de los parados al proceso productivo; orientación de la economía en el sentido de intensificar el rendimiento y elevar todo lo posible el nivel de vida del pueblo trabajador; implantación de un sistema de distribución rigurosamente equitativo; los productos dejan de ser mercancías para convertirse en bienes sociales; el trabajo es, en lo sucesivo, una actividad abierta a todo el mundo y de la emanan todos los derechos.
Cuarto. Las organizaciones municipales e industriales, federadas por ramas de actividad y confederas nacionalmente, cuidarán del mantenimiento del principio de unidad en la estructuración de la economía.
Quinto. Todo órgano ejecutivo necesario para atender a otras actividades que las económicas estará controlado y será elegible y revocable por el pueblo. Estas bases son mucho más que una consigna. Representan un programa, que recoge sintéticamente las realizaciones susceptibles de dar médula social a una revolución. Además de ser un cartel expresivo de las aspiraciones esenciales del movimiento obrero, constituyen un punto de coincidencia en lo fundamental para todas las tendencias.
De cualquier manera, con éstas o con otras bases, consideramos necesario establecer un acuerdo previo sobre los primeros pasos de la revolución. Con el compromiso solemne, claro está, de respetarlo íntegramente. Porque si para derrotar a un régimen enemigo es indispensable la unión de las fuerzas proletarias, lo es mucho más para asegurar el fruto del triunfo revolucionario y vencer las dificultades que puedan acumularse en el período inicial. La ruptura de hostilidades entre las diferentes tendencias en este período pondría en serio peligro la vida de la revolución. En interés de la clase trabajadora hay que hacer imposible tal eventualidad.
Palabras finales.
Cuanto queda dicho escandalizará acaso a los aficionados a cabalgar sobre purismos teóricos. Quizá se nos tache de herejes por no pagar tributo a rigideces dogmáticas en boga. No nos importa. Al emitir nuestra opinión sobre el importantísimo problema de la unidad hemos sido sinceros con nosotros mismos. Hemos visto la realidad sin las gafas ahumadas de preocupaciones y convencionalismos doctrinales. Se trata de una revolución y no de una discusión doctoral sobre tal o cual principio. Los principios no deben ser mandamientos de la ley, sino fórmulas ágiles para captar y moldear la realidad.
¿Garantiza nuestra plataforma de alianza el comunismo libertario integral para el día siguiente de la revolución? Evidentemente, no. Pero lo que sí garantiza es la derrota del capitalismo y su soporte político, el fascismo; lo que sí garantiza es un régimen de democracia proletaria sin explotación ni privilegios de clase y con una gran puerta de acceso a la sociedad plenamente libertaria. Todo esto nos parece más positivo que la metafísica pura y las teorías de monopolio y milagrerismo revolucionario.
La franqueza no es delito.
Valeriano Orobón Fernández
Publicado en: La Tierra, enero de 1934.
Fuente: Foro de "A las barricadas".
El acuerdo de carácter táctico es el que ofrece menos dificultades, ya que todos los sectores coinciden en apreciar la gravedad de las actuales circunstancias, y sólo habría que discutir y concretar detalles de modo y oportunidad.
Donde surgen escollos no tan fáciles de orillar es en la orientación a seguir después del hecho anecdótico. Largo Caballero habla de “la conquista íntegra del poder público”; los comunistas quieren la implantación de la “dictadura del proletariado”, y los anarcosindicalistas aspiran a instaurar el “comunismo libertario”, utilizando como células esenciales el municipio rural y la organización obrera industrial. Aquí los términos difieren bastante entre sí, siendo de notar que mientras socialistas y comunistas resumen su programa en consignas exclusivamente tácticas, representadas por las figuras políticas “poder público” y “dictaduras”, los anarcosindicalistas ofrecen en el suyo un sistema social peculiar y completo.
De estos tres puntos de vista hay que quitar todo lo que mutuamente tengan de refractario e incompatible. Sólo así se podrá hallar la necesaria línea de convergencia, de cuyo logro y mantenimiento depende el triunfo permanente y ascendente de una revolución proletaria.
Desde luego, hay que desechar las fórmulas “conquista del poder público” y “dictadura del proletariado”, por ser características demasiado parciales y enunciados insuficientes del contenido práctico de una revolución social. El proletariado español desconfía hoy mucho, y con razón, de los simples trueques de poderes. Después de la experiencia de 1931, exige que el fruto de su lucha se traduzca en transformaciones más tangibles, positivas y profundas.
Democracia obrera revolucionaria.
Puesto que en el fondo, y según reconocimiento explícito de sus principales teóricos, también los socialistas y comunistas aspiran, como última etapa de su desarrollo, a un régimen de convivencia sin clases ni Estado, una de las bases de la alianza deberá estipular el avance en este sentido hasta donde sea posible. Es decir, que con el nuevo orden social no han de crearse órganos coercitivos a la ligera y por el capricho de ajustarse al recetario artificioso de una tendencia, sino sólo los resortes estrictamente indispensables para el encauzamiento eficaz de la labor revolucionaria. Todo el engranaje gubernamental y represivo del viejo sistema debe desaparecer sin dejar raíz. Para aplastar al enemigo de clase no se precisa implantar una dictadura crónica, sino usar adecuadamente de la “violencia revolucionaria” que preconizaba Bakunin para el período de transición.
El burocratismo y el bonapartismo, amenazas latentes de toda revolución, se evitan poniendo la revolución en manos del pueblo laborioso, suscitando la emulación de las grande multitudes para defenderla y fecundarla.
Comoquiera que ninguna de las tendencias puede considerar defendible la tesis oligárquica de gobernar por encima de la voluntad de las masas proletarias, es lógico suponer que todas ellas han de mostrarse dispuestas a servir y acatar dicha voluntad como instancia suprema con lo cual desembocamos en una fórmula que creemos aceptable para todos: la democracia obrera revolucionaria. Esta base corresponde aproximadamente a la que en Baviera tuvo la República de los consejos obreros en 1919, en la cual, hasta el socialdemócrata Noske la ahogó en sangre, fue posible la colaboración de socialistas de izquierda, Ernst Toller; comunistas, como Eugen Levine, y anarquistas, como Landauer y Mühsen. La democracia obrera revolucionaria es una gestión social directa del proletariado, un freno seguro contra las dictaduras de partido y una garantía para el desarrollo de las fuerzas y empresas de la revolución .
En las actuales previsiones teóricas de los partidos socialista y comunista se está concediendo una importancia excesiva al papel del instrumento político en el proceso revolucionario. Resulta curiosa esta actitud de los partidarios oficiales del materialismo histórico, que debieran ver en la influenciación de la economía la piedra de toque de toda transformación social efectiva. Nosotros, a pesar del mote de utópicos que se nos suele adjudicar, creemos que el afianzamiento de la revolución depende, sobre todo, de la articulación rápida y racional de su economía. De ahí que nos parezca insuficiente una simple consigna de orden político para abarcar los problemas fundamentales de una revolución. Lo que hay que enfocar como esencial es la socialización de los medios de producción y la formidable labor de acoplamiento y organización que comporta el levantamiento de una economía de nueva planta. Y esto no puede ser obra de un poder político central, sino de las entidades sindicales y comunales, que, como representación inmediata y directa de los productores, son en sus respectivas zonas los pilares naturales del orden nuevo. Interesa recalcar de antemano que, aun subordinándose a un plan general técnico, la dirección de las funciones económicas, tanto en el orden local como en el nacional, corresponde a las colectividades obreras de las respectivas especialidades. Así, la revolución descansará sobre una red de células vivientes e idóneas, que impulsarán con entusiasmo y competencia la construcción del socialismo integral.
Líneas directrices.
Sería demasiado pretencioso querer prever y examinar una por una las muchas cuestiones que en el curso de una revolución han de surgir, y arbitrar para todas ellas soluciones apriorísticas. Lo que más importa es fijar desde ahora las líneas directrices de orden general que pueden servir de plataforma a la alianza, y de norma combativa y constructiva a las fuerzas unidas. A nuestro juicio, deben destacarse los siguientes puntos:
Primero. Acuerdo sobre un plan táctico inequívocamente revolucionario, que excluyendo en absoluto toda política de colaboración con el régimen burgués, tienda a derribar éste con una rapidez no limitada más que por exigencias de carácter estratégico.
Segundo. Aceptación de la democracia obrera revolucionaria, es decir, de la voluntad mayoritaria del proletariado, como común denominador y factor determinante del nuevo orden de cosas.
Tercero. Socialización inmediata de los elementos de producción, transporte, conmutación, alojamiento y finanza; reintegro de los parados al proceso productivo; orientación de la economía en el sentido de intensificar el rendimiento y elevar todo lo posible el nivel de vida del pueblo trabajador; implantación de un sistema de distribución rigurosamente equitativo; los productos dejan de ser mercancías para convertirse en bienes sociales; el trabajo es, en lo sucesivo, una actividad abierta a todo el mundo y de la emanan todos los derechos.
Cuarto. Las organizaciones municipales e industriales, federadas por ramas de actividad y confederas nacionalmente, cuidarán del mantenimiento del principio de unidad en la estructuración de la economía.
Quinto. Todo órgano ejecutivo necesario para atender a otras actividades que las económicas estará controlado y será elegible y revocable por el pueblo. Estas bases son mucho más que una consigna. Representan un programa, que recoge sintéticamente las realizaciones susceptibles de dar médula social a una revolución. Además de ser un cartel expresivo de las aspiraciones esenciales del movimiento obrero, constituyen un punto de coincidencia en lo fundamental para todas las tendencias.
De cualquier manera, con éstas o con otras bases, consideramos necesario establecer un acuerdo previo sobre los primeros pasos de la revolución. Con el compromiso solemne, claro está, de respetarlo íntegramente. Porque si para derrotar a un régimen enemigo es indispensable la unión de las fuerzas proletarias, lo es mucho más para asegurar el fruto del triunfo revolucionario y vencer las dificultades que puedan acumularse en el período inicial. La ruptura de hostilidades entre las diferentes tendencias en este período pondría en serio peligro la vida de la revolución. En interés de la clase trabajadora hay que hacer imposible tal eventualidad.
Palabras finales.
Cuanto queda dicho escandalizará acaso a los aficionados a cabalgar sobre purismos teóricos. Quizá se nos tache de herejes por no pagar tributo a rigideces dogmáticas en boga. No nos importa. Al emitir nuestra opinión sobre el importantísimo problema de la unidad hemos sido sinceros con nosotros mismos. Hemos visto la realidad sin las gafas ahumadas de preocupaciones y convencionalismos doctrinales. Se trata de una revolución y no de una discusión doctoral sobre tal o cual principio. Los principios no deben ser mandamientos de la ley, sino fórmulas ágiles para captar y moldear la realidad.
¿Garantiza nuestra plataforma de alianza el comunismo libertario integral para el día siguiente de la revolución? Evidentemente, no. Pero lo que sí garantiza es la derrota del capitalismo y su soporte político, el fascismo; lo que sí garantiza es un régimen de democracia proletaria sin explotación ni privilegios de clase y con una gran puerta de acceso a la sociedad plenamente libertaria. Todo esto nos parece más positivo que la metafísica pura y las teorías de monopolio y milagrerismo revolucionario.
La franqueza no es delito.
Valeriano Orobón Fernández
Publicado en: La Tierra, enero de 1934.
Fuente: Foro de "A las barricadas".
Etiquetas: Ochobre 1934
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