En recuerdo de... Higinio Carrocera
Nació en el mes de enero de 1908 en el pueblo de Barros, del concejo de Langreo (Asturias). Hijo de un matrimonio obrero, con algunas propiedades de labrantío, como casi todas las familias del pueblo. Estas propiedades, trabajadas durante las horas libres, y en cuyas labores intervenía toda la familia, les permitía un medio de vida más desahogado, siendo por tanto entre la clase obrera del pueblo, de los que mejor podían desenvolverse. Transcurrió, pues su infancia alternado las faenas agrícolas con su asistencia a la escuela primaria del pueblo. Más tarde, ingresó en otra de La Felguera, de igual categoría.
Cumplidos los trece años, falleció su padre. Al faltar éste, y siendo cinco hermanos – él era el segundo-, la familia no tuvo más remedio que pensar en allegar recursos con que atender al sostenimiento del hogar. Con la intervención de un vecino y amigo de la casa, Higinio comenzó a trabajar en los talleres de laminación de la Sociedad Metalúrgica Duro Felguera, en cuya plantilla figuró hasta la declaración de la Guerra Civil española. Para entrar a trabajar, debido a no tener la edad reglamentaria, se inscribió con la documentación de su hermano mayor, a quien reclamaba desde América una familia allá afincada.
Su carácter rebelde, pero justo, se manifestó en él desde la más tierna infancia, pues cuando entendía que injustamente un chico mayor trataba de atropellar a otro más débil, decidido e incondicionalmente se ponía al lado de éste, sin tener en cuanta para nada la edad o la corpulencia del avasallador. No obstante, siempre se mostró tolerante y humano con cualquiera, pero principalmente con el vencido. Mientras vivió y ya desde que en su cerebro comenzaron a germinar las ideas por las que luchó y murió, jamás se mofó de los que sostenían otras creencias o sustentaban otras ideas, sino que procuró, en toda ocasión, convencerlos con razones y hechos (…)
Cuando el día 12 de diciembre de 1931 los capitanes Galán y García Hernández se sublevaron en Jaca, sostuvo diversos tiroteos, junto a otros militantes de La Felguera, con la Guardia Civil de Sama de Langreo. Debido a esta participación armada contra las fuerzas llamadas del orden al servicio de una monarquía corrupta y decadente, Higinio Carrocera Mortera sufrió su primera persecución. Este hecho fue, pudiéramos decir, su bautismo de fuego y su bautismo represivo, ya que desde entonces, hasta su asesinato, participó en cuantas huelgas revolucionarias hubo en La Felguera, cuenca del Nalón y resto de Asturias, sufriendo persecuciones y encarcelamiento no pocas veces (…)
Participó en la revolución de octubre de modo activo y exponiendo cuanto había que exponer. Desde los primeros momentos se puso al frente de los grupos que tomaron al asalto los cuarteles de la guardia Civil de La Felguera y Sama, cuartel de Carabineros de Oviedo y Fábrica de Armas, y en los ataques a otros reductos de la capital asturiana, retirándose a las montañas satures cuando se impuso la capitulación, capitulación necesaria por ser esta la única provincia que se levantó con todas las de la ley contra el despotismo y la reacción que iban preparando el terreno para el levantamiento fascista del año 1936.
Detenido en Zaragoza en noviembre de 1935, fue traído a la prisión de Gijón, procesándole bajo la acusación de fomentar y ser líder de la revolución. En febrero de 1936, y sin llegar a ser juzgado, consiguió la libertad en virtud del triunfo electoral de las fracciones políticas de izquierda. Y como dijimos anteriormente, antes de que el gobierno legítimo de España se dirigiera a los trabajadores en demanda de ayuda para defender su legitimidad en contra de las pretensiones fascistas, ya él, junto con otros muchos militantes y afiliados de La Felguera, estaba dispuesto a lanzarse contra las mencionadas hordas que se levantaban por todos los rincones de España y posesiones españolas de África. Desde ese momento ya no hubo reposo en él.
Durante el tiempo que duró la Guerra Civil en Asturias, salvo en dos ocasiones en que se vio obligado a hospitalizarse, aunque por fortuna sus heridas no fueron de gravedad, trajo en continuo jaque al enemigo, atacando o defendiendo, según aconsejaran las circunstancia. En la rendición de los cuarteles de la Guardia Civil de La Felguera y cuarteles militares de Zapadores y Simancas, de Gijón; en los frentes de las montañas de Pravia, Cornellana, La Espina, Monte de Los Pinos, Mazuco, etc., donde estuvo al frente de sus grupos o sus batallones dejó constancia de su valor, de su coraje, de su capacidad guerrera y de sus dotes de conductor de masas. Jamás entre sus voluntarios hubo discrepancias ni protestas, pues por su dinamismo, por su comprensión y por su ejemplar conducta, animaba al más rezagado y aumentaba el valor de los más valientes. Si las botas de cualquiera de sus hombres estaban deterioradas y no había repuesto, rápidamente se descalzaba las suyas y se las entregaba. Si a otro le faltaba la guerrera, la cazadora o cualquier otra prenda, Carrocera era el primero en poner la suya a disposición del necesitado ¿Quién, pues, podía tener fuerza moral para rechazar cualquier consejo suyo? Su nombre muchas veces citado en los partes de guerra y en la prensa, jamás será olvidado ¡Cuántos le han visto llorar de rabia o impotencia al retirarse de una posición obligado por la abrumadora superioridad numérica y de armas del enemigo! ¡Con cuánto denuedo y desprecio a su propia vida defendió siempre el terreno conquistado! (…)
Mallecina
En Mallecina, el enemigo hostilizaba la carretera, los sembrados, todo lo que abarcaba el ángulo de tiro de sus ametralladoras. Desalojarlo de sus posiciones era difícil y peligroso, suicida en grado sumo. Más allí surgió de nuevo Carrocera con su grupo de voluntarios. Subidos en un autocar, con el cigarrillo en los labios y los cartuchos de dinamita preparados (las bombas en aquel tiempo eran artículos de lujo), arrancó el vehículo a toda velocidad carretera adelante. Las huestes enemigas, sorprendidas quizá por la temeraria acción, o acaso admiradas de cómo aquel puñado de hombres, con Carrocera al frente de ellos, se jugaba la vida tan audazmente, abandonaron sus posiciones a marchas forzadas.
Mazucu
Durante tres días, el Mazuco estuvo sometido al más intenso fuego. Barcos de guerra, aviación, artillería de corto y de largo alcance, dirigían su mortífera carga hacia la posición defendida por la brigada de Carrocera. Las bajas se multiplicaban. Escaseaban las municiones. El suministro se hacía difícil, casi imposible. La palabra abandono corría de boca en boca. Pero Carrocera estaba allí, junto a sus hombres, compartiendo con ellos el peligro, siendo uno más en la lucha activa, yendo de un lado para otro, animando al pusilánime, atendiendo al herido, diciendo a todos que la noche se aproximaba, y como durante ella los ataques enemigos no eran tan crudos ni sanguinarios, ¡quién sabe si al día siguiente…!¡Pobre Carrocera: confiaba, como confiábamos todos en aquel tiempo, en el Comité de la No Intervención, en las democracias, en la cuna del proletariado, encantos factores que sólo nos sirvieron para ser carne de cañón, para explotarnos a cambio de armas antiguas, para convertirnos en cobayos de sus conveniencias…!
Tres veces, una cada día, el enemigo, cantando el “Cara al Sol” y creyendo que la metralla había dejado expedito el camino, avanzó monte arriba. Y otras tantas Carrocera puso de manifiesto su arrojo, su temeraria valentía. Cuando las fuerzas fascistas menos los esperaban, salían Carrocera y sus hombres de las trincheras y, lanzándose monte abajo a pecho descubierto, arrojando cada uno lo que podía: piedras, cajas bacías de municiones, todo menos balas, porque éstas había que reservarlas, hacían huir a las tropas enemigas. Hasta que llegó lo inevitable. Ni un momento más se podía resistir aquel martilleo incesante de la artillería, de la aviación, de la marina fascista internacional…
Carrocera se dispuso entonces a evacuar las posiciones que con tanto ardor y valentía había defendido su brigada. Pero hasta que el último de sus soldados no abandonó el puesto que con tanto arrojo había defendido, no inició su propia retirada. Después…, la condecoración más alta que podía recibir, porque se la dieron los mismos que con él habían efectuado tan epopéyica resistencia: Héroe del Mazuco.
Contaba de diez a doce años cuando cierto día, yendo en dirección al colegio de La Felguera junto con otros escolares de su edad, oyó lastimeros quejidos y unos insultos que algunas mujeres proferían contra el propietario de una pomarada cercana a la carretera general y lindante con el río. Cundían, a la sazón con muy poco agua por ser época estival. Enterado de que los ayes eran lanzados por un niño de ocho o nueve años, debido a que el dueño de la citada pomarada lo había lanzado a unos matorrales de ortigas completamente desnudo, por haberlo sorprendido cogiendo unas manzanas, no titubeó ni un instante y, con la decisión que años más tarde le dieron la fama y nombrandía, se puso al frente de cuatro o cinco de sus acompañantes que se prestaron a secundar el plan brevemente expuesto. Vadearon el casi seco río provistos de unas estacas arrancadas en otra finca próxima y arremetiendo contra el salvaje propietario y un fiero perro de éste, obligaron a las dos fieras a retroceder y a refugiarse en una choza sita en la pomarada, donde los encerraron, no sin antes darles una más que fenomenal paliza, procediendo a renglón seguido a rescatar a la víctima de tan inconcebible salvajada de las ortigas que dejaron su cuerpecillo cubierto por una sola ampolla.
Este acto de valentía y de auténticos sentimientos humanitarios, impropio y poco corriente de seres de tan corta edad, fue comentado elogiosamente por el pueblo entero ¡Hasta la Guardia Civil, a la que el criminal propietario acudió para presentar la oportuna denuncia por las contusiones recibidas, tuvo frases de simpatía para Carrocera y sus amigos!
Cierta noche de invierno en que la lluvia y el frío eran insoportables, se presentó en su casa sin chaqueta ni zapatos. Preguntado por sus familiares dónde había dejado aquellas prendas tan necesarias, contestó que acababa de dárselas a un desarrapado que se había cruzado en su camino. Y se acostó tranquilo, mientras sus deudos movían la cabeza y llevaban los dedos a las sienes como diciendo que estaba loco (…)
Carrocera fue de los últimos en embarcar, y más que embarcar diríamos que lo obligaron a ello, pues al no haber sitio para todos, se negaba tozudamente a poner los pies en el “Llodio” demostrando con su actitud, una vez más, que si era el primero ente el peligro, sabía ser el último ante la problemática salvación que ofrecía la huida en los barcos no preparados para ella, aparte de la vigilancia que ejercían sobre la costa navíos de la marina fascista. Más reconociendo cuantos lo conocían y eran todos los que se encontraban en el “Llodio”, que Carrocera había muy pocos, lo metieron a la fuerza en el buque, deseando con todo anhelo que pudiera arribar a feliz puerto.
El barco de carga donde embarcó –ya dijimos que el “Llodio”- fue capturado el día 21 de octubre de 1937 por los navíos de guerra que en aquellos momentos infestaban el Cantábrico (…) Conducidos al Ferrol y de allí a Coruña, lo desembarcaron en Muros de Noya, bahía de Corcubión, el día 4 de noviembre de 1937 y lo internaron en el campo de concentración de “Romaní” (…) El 28 de diciembre de aquel año, y en unión de otros compañeros, fue trasladado al campo de Vieta, en el otro extremo de la playa de dicha bahía de Corcubión. Al día siguiente de su traslado fue requerido por su nombre supuesto e invitado por el capitán del campo a que diera su verdadero nombre cosa que hizo al comprender que estaba descubierto. Más antes de dar en consabido paso al frente, el compañero Trom, de Gijón, intentó convencerlo para suplantarlo y ver si mientras se descubría la superchería podía fugarse. Pero Carrocera, con su característica entereza y serenidad, se negó rotundamente con estas palabras:
- No, no puedo consentir que nadie corra riesgos por eludir yo mi responsabilidad revolucionaria.
El capitán del campo en cuestión, y en honor a la justicia, se portó con Carrocera como un auténtico caballero, oponiéndose a entregarlo a tres chequistas que, al enterarse de su estancia en el campo, se presentaron en el mismo con el propósito de hacerse cargo del prisionero sin autorización de ninguna clase (…)
Cárcel de Oviedo
Excepto los doce o quince días que permaneció castigado en “La Leona” y mientras no lo ejecutaron, lo tuvieron rigurosamente incomunicado en la celda 13 de la segunda galería.
A mediados de abril, y a puertas cerradas, fue juzgado y condenado a la última pena en unión de otros catorce compañeros (…) La farsa duró dos horas. Dos horas en que el fiscal, apodado ya “la ametralladora”, se despachó a su gusto e hizo gala de una oratoria ajena por completo a cualquier término y conocimientos jurídicos. Entre otras acusaciones, le formularon la de haber hecho labor de retaguardia con toda su secuela de actuaciones vandálicas, etc., a lo que Carrocera, con aplomo y gallardía contestó que él no había nacido para la retaguardia, sino para los frentes de batalla, ofreciendo siempre, siempre, su corazón a las balas y el holocausto a la libertad y a la justicia.
"Por por eso vuestras pretensiones – siguió diciendo- pasan por mi lado sin mancharme. Vosotros, el enemigo, podéis acusarme de haceros pagar muy caro el terreno conquistado; pero no puedo ni debo callar que vosotros, serviles y ruines vejestorios, me acusáis de actos denigrantes, propios de los muchos cobardes que existen en la parte de España que vilipendiáis" (…)
Reincorporado a la celda número 13, estuvo en ella hasta el día 8 de mayo de 1938, fecha en la que, en unión de otros 259 antifascistas, fue asesinado y enterrado en la gran hoyanca llena de cal. El citado 8 de mayo se acabó la vida del joven (treinta y ocho años cumplidos) luchador extraordinario y noble Higinio Carrocera Mortera (…)
Al ser sacado de la prisión con rumbo al cementerio, pretendió animar con frases de aliento a los que quedaban; pero las fuerzas encargadas de la escolta y del fusilamiento, hundiendo sus machetes una y otra vez en las carnes de Carrocera, le produjeron diversas heridas. Manando sangre, llegó hasta la misma hoyanca. Solamente le faltaba la corona de espinas para semejar a Cristo, en nombre del cual la España franco-falangista robaba, asesinaba, violaba (…)
Otra circunstancia que así mismo hemos de mencionar era la costumbre de arrancar a los fusilados las dentaduras de oro. Carrocera, que tenía unas diez o doce piezas macizas y fijas de oro, sabedor de esa clase de rapiña, las arrancó con el mango de una cuchara y con ellas otra pieza natural que por su fijeza a las otras no pudo dejarla, siendo imaginable el sufrimiento que esta acción le reportó; más todo debió soportarlo con su inigualable estoicismo antes que el enemigo dispusiera de algo suyo con que pudieran contribuir al fortalecimiento económico de una causa injusta.
Publicado en: Vida y muerte de Higinio Carrocera Mortera, Subcomité de Asturias de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). 1960.
Extraído de: Foro de "A las barricadas".
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