El cielu por asaltu

Recuperar la dignidá, recuperar la llucha. Documentos pa la hestoria del movimientu obreru y la clase obrera n'Asturies.

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domingo, junio 04, 2006

Infiernos y trastiendas

Para quienes a finales de los años cincuenta y primeros sesenta iniciamos el motín contra la matraca nacionalcatólica, la cultura con la que nos habían atiborrado, tanto los de la sotana como los del pantaloncito corto, era poco más que un catecismo atosigante. Pero lo grave fue que, cuando para buscar modelos y maestros, volvimos los ojos atrás, sólo avistamos una inmensa laguna. Libros, ateneos, casinos, sociedades y partidos habían sido arrastrados por la enorme riada que anegó de salsa azul y agua bendita lo que fue el ancho territorio de una cultura diferente. Sí, por el contrario, levantábamos la cabeza para mirar hacia adelante, la censura quisquillosa de los pequeños déspotas eclesiásticos o laicos nos negaba el futuro, entregando a los rebeldes al brazo secular de la Policía política, que con métodos expeditivos se encargaba de invitar a tan infame turba a que inclinase su mirada y ocupara de nuevo su lugar en el rebaño.

Sin embargo, en aquel ambiente refractario a la libertad, algo logró sobrevivir. Gracias a algunas manos, a veces piadosas, a veces perezosas, unos cuantos libros procedentes de colecciones privadas, públicas y de partidos y asociaciones diversas se salvaron de la destrucción. Pero era necesario evitar su influjo pernicioso. Encerrados entonces en secretas mazmorras, alguna mente clerical y rencorosa bautizó con el nombre de "infierno" el lugar en que permanecerían olvidadas para siempre estas pocas reliquias de la libertad.

Tanto la Biblioteca pública de Oviedo como la de Gijón contaron con estos sórdidos abismos. Menos mal que, en los años sesenta, ambas instituciones estaban gobernadas por dos profesionales competentes y en nada partidarios de pastar con el rebaño: Lorenzo Rodríguez Castellanos y Rosalía Oliver. Deudor el primero de ambiente democrático y reformador de la República, su espíritu selecto rechazaba la cultura de almanaque y de consignas de aquel tiempo inerte y brutal surgido de la guerra. Hombre atento y metódico, observaba con discreción el rumbo que seguían los lectores y se veía que éste era incierto, se las arreglaba para señalar senderos y caminos. Sin duda fue esta vocación educadora, tan republicana, la que, un día de 1965, lo decidió a llevarme hasta el "infierno" del que las circunstancias lo habían convertido en cancerbero. Situado en la planta baja del palacio de Toreno, allí dormía el sueño eterno un alijo imponente de textos estupendos. Los lomos rojos o marrones de sus cuidadas vestiduras, adornadas con los dorados nombres de Azaña, Albornoz, Domingo, De los Ríos, Marx, Kropotkin, Deville, Morato, Anselmo Lorenzo y otros demonios avivaron mi deseo de aplacar tanta hambre atrasada, tantas lecturas nunca hechas. Jamás olvidaré la emoción que produjo en mi ánimo el poder contemplar los restos de un mundo que creía perdido para siempre.

En cuanto a Rosalía Oliver, en aquel tiempo una joven risueña y efusiva, sobre todo para los que estábamos acostumbrados al genio intempestivo de Carmen Guerra, la directora de la Biblioteca universitaria, compartía con su esposo Miguel Ángel González Muñiz el amor por los libros. Dotada de un genio innovador de espectro amplio, se propuso desarrollar una política de adquisiciones cuyo objetivo no era otro que ajustar la biblioteca que dirigía a la hora de la cultura europea, para lo que, de manera sorprendente, escuchaba previamente la opinión de los lectores. Además, guardaba con celo y ponía en manos de la gente de condición inquieta algunos libros procedentes de la purga de los ateneos obreros de Gijón y La Calzada. Nunca supe, en este caso, en qué dependencias misteriosas estaba el "infierno", pero creo que se situaba en el desván del antiguo instituto, que era donde se encontraba la Biblioteca pública de Gijón.

Sin embargo, el acceso a los burdeles donde se refugiaban los "libros malos" sólo fue posible de una manera más amplia a través de algunos libreros que no desmayaron ante la constante presencia policial. De modo que, cuando las aulas estaban cerradas a la libertad, ellos pusieron al servicio de estudiantes y lectores inquietos una parte de su negocio al ofrecer en sus oficinas, y de forma sigilosa y discreta, diversos textos que traían en sus páginas la producción cultural más reciente del mundo libre. Eran sólo migajas desprendidas de otras mesas mejor abastecidas, pero sin ellas la aventura del saber hubiera sido mucho más aburrida, y, sobre todo, muy más pedregosa. Es más, quizás algunas empresas políticas y culturales posteriores habrían resultado misión casi imposible sin el previo abasto de las herramientas bibliográficas aportadas por esta patrulla de «contrabandistas» que, con discreción y modestia, ayudaron a desbrozar el difícil camino de la libertad. Es el caso de la aclimatación de la democracia en un ambiente de ordeno y mando, o la redacción de la "Gran Enciclopedia Asturiana" en un espacio ocupado de modo exclusivo y despótico por los miembros del IDEA.

En el Oviedo de los años sesenta, al menos que yo supiera, andaban en este comercio la librería Cervantes, regida por Alfredo Quirós, cuya sola apariencia de poeta romántico transmitía al comprador confianza y calidez, y su vecina de calle, Gráficas Summa, que estaba a cargo de Josefina Rojo, persona culta, de acusada sensibilidad y muy afable y comprensiva con algunos clientes de bolsillo escurrido. Ambos despachos contaban con su correspondiente trastienda, abierta sólo a personas de confianza. Para cualquier lector, era un lugar emocionante donde, entre otras golosinas, podían encontrarse, aún con el olor a estraza y tinta fresca, los sabrosos productos de editorial Losada, que era quien tenía el escaparate más poblado de obras de los autores proscritos desde "La náusea", de Sartre, al "Canto general",de Neruda; desde Patrolini a Faulkner, desde Roberto Arlt a Ricardo Güiraldes o Enrique Amorim. Pero, sobre todo, para quienes tratábamos de enlazar con una tradición perdida, en su catálogo habían echado el ancla los nombres de Lorca, León Felipe, Machado, Pérez de Ayala, Arturo Barea, Blas de Otero, etcétera, y otros varios condenados por la cruz y la espada a vivir al otro lado del Atlántico.

Con todo, los pocos libros libres que llegaban a estas playas, lo hacían de manera irregular, un poco al buen tuntún y con claro predominio de los literarios. Fue la librería de Silverio Cañada en Gijón, atendida casi siempre por su esposa Tina, la que inició una labor sistemática de venta de las obras de editoriales cuya difusión estaba prohibida en España. Gracias a ellos, los jóvenes que tenían algún interés por la cultura podían acceder a los fondos de Editorial Ebro, Ruedo Ibérico, Progreso, Fondo de Cultura Económica, Sudamericana, Futuro, Emecé, Era, Monteávila, Finisterre, y otras menos conocidas que tenían sus sedes en Argentina, México, Venezuela, Uruguay, París, Moscú, etcétera, y en muchas de las cuales se notaba la mano abierta de los exiliados de 1939, como en la denominada colección Hórreo, de la citada Emecé.

La labor de difusión de Cañada en el período posterior a las huelgas del sesenta y dos fue impresionante, pues puso al alcance de toda una generación no sólo la cultura española de la época de la República, sino también la europea de la posguerra. Su librería pronto se convirtió en el centro de peregrinación de una enorme cantidad de estudiantes e intelectuales de Gijón, Oviedo y otros numerosos lugares de provincia. El raquítico camarín, al que se accedía por una estrecha escalera, y en el que se ocultaban estos libros, fue para muchos el sanctasanctórum de la libertad de pensamiento, un bien por entonces muy escaso.

En fin, unos y otros, bibliotecarios y libreros, desde el "infierno" o desde las trastiendas, ayudaron a romper los nudos de hierro que sujetaban las conciencias al carro clerical-fascista. Recordarlos ahora, cuando hábiles arquitectos han emprendido la tarea de reconstruir un tiempo y un país que nunca existió, no es más que un acto de justicia, necesario antes que su piqueta lo convierta todo "en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada".

Gabriel Santullano


Publicado en: La Nueva España, 9 de abril de 2006.
Extraído de: La Nueva España.

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